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Crónica Reciente

Como agua de mayo, limpia y purificadora
Sábado, 30 May 2009 | México, D.F.
Fuente: Juan Antonio de Labra / Foto: Sergio Hidalgo
      

El festejo benéfico celebrado en La México fue un mosaico de emociones donde confluyeron el toreo y el sentimiento en sus más diversas facetas, pues hubo toreo a caballo, forcados, matadores de toros y un niño que torea con donaire sevillano.

La presentación del encierro de Barralva contribuyó a dar importancia a las actuaciones de los toreros a pie, pero se echó en falta un mayor número de público en los tendidos para cumplir a cabalidad con los dos objetivos primordiales del evento: recaudar fondos para los niños con cáncer y rendir un homenaje de mayor trascendencia a la memoria del gran Manuel Capetillo. Capeto así lo merecía. De sobra.

Por otra parte, cabe destacar la presencia en el cartel de toreros de las dos agrupaciones de matadores, esas que coexisten bajo el encono de intereses distintos. En este sentido, bien vale la pena desmenuzar unos acontecimientos puntuales.

El prólogo ecuestre estuvo a cargo del joven rejoneador potosino Jorge Hernández Gárate, que toreó con temple a un toro soso pero con buen estilo de la ganadería de Garfias. Sus pares de banderillas, clavados con precisión, antecedieron un toreo de costado que le llegó a la gente hasta que mató de un rejonazo caído y trasero que le impidió conseguir la oreja que ya tenía en las manos.

Momento estelar del festejo fue, sin duda, la sobria, breve y torera actuación de los Forcados Mazatlecos, que hicieron una pega de lujo. El cabo del grupo, René Tirado, se dejó llegar las embestidas del toro con mucho conocimiento de causa, y después descolgó los brazos para cuajar una gran pega auxiliada por un primer ayuda corpulento y eficaz, que terminó de amarrar la suerte.

Más tarde vino el emotivo brindis de Guillermo Capetillo al cielo, pensando acaso que su padre le veía en la plaza de sus triunfos más clamorosos; el coso donde se consagró como el “mejor muletero del mundo”.

Y Guillermo, fiel a su acotado concepto del toreo, el de la pureza y el pellizco, dejó pinceladas de calidad pero sin redondear una faena de la que sólo sobresalió una serie de naturales.

Manolo Mejía demostró, una vez más, que tiene bien aprendido el oficio y aunque sorteó el toro más hecho del encierro, y el único que presentó complicaciones desde su salida, le plantó cara con arrojo al saludarlo con el capote, al que el de Barralva acudió arrollando violentamente.

La faena de muleta tuvo mucho fondo técnico, porque le llevó embebido en la muleta hasta que sobrevino una voltereta y la consiguiente paliza de la que sacó un corte en la región izquierda de la boca. Un tanto maltrecho, el torero de Tacuba se puso en pie y solventó la papeleta con valor y arrojo antes de matar de una extraordinaria estocada.

Me parece que el juez de plaza Ricardo Balderas debió haber concedido una segunda oreja, pues la estocada, en sí misma, la valía, aunque a decir verdad tampoco se pidió con insistencia. No obstante, la autoridad siempre debe estar atenta a estos detalles y valorar en su justa medida lo que hacen los toreros, sobre todo si el que está en el palco conoció de cerca el miedo que produce vestirse de luces.

Si Mejía estuvo centrado y decidido, Federico Pizarro enseñó la faceta más agradable de su toreo: el temple. Y a base de pisar un terreno comprometido, porque el toro que le tocó en suerte miraba y medía, le dio naturales de excelente concepto, tanto por su verticalidad como por su trazo. Un par de dosantinas de acusada calidad, terminaron por hacer entrar al público en un trasteo macizo que coronó de una excelente estocada que bien pudo también servirle para cortar una segunda oreja. No hay que olvidar que se trataba de un festival en el que los toreros actuaron desinteresadamente.

El desarrollo del festejo a partir de este momento dejó qué desear, ya que los toreros no estuvieron a la altura del juego de los toros de Barralva que se lidiaron en quinto, sexto y séptimo lugares.

Jerónimo es un artista de un abigarrado sentimiento, que ejecutó unas verónicas con tremendo sello y muletazos de sabor inigualable. Pero el toreo es más que eso. Sus limitaciones de colocación y técnica no le permiten sacar ese sentimiento que atesora, dotado de una personalidad tan suya que se diluye conforme un toro le exige estar despejado de ideas. Y esto es una verdadera pena, porque en el panorama actual no sobran los artistas de su expresión.

Christian Aparicio torea muy poco (tan sólo hizo cinco paseíllos en 2008 y ninguno en lo que va del año), así que se justifica, en cierta medida, que no haya estado a la altura de su toro, que tuvo un buen momento por el pitón derecho, lado por el que le dio dos series con temple y reciedumbre.

Perdió la brújula cuando probó las embestidas reiteradamente por el pitón izquierdo, en dos series repletas de enganchones que destemplaron al toro y al torero cuando quiso retomar el rumbo de una faena en la que acumuló pases sin decir nada.

Otro tanto le ocurrió a Guillermo Martínez delante del séptimo, un muñeco de Barralva, clavado en el tipo de San Martín, la línea de sangre mexicana que también crían los señores Álvarez Bilbao en su finca queretana. El tapatío alargó innecesariamente una faena espesa en medio de la desesperación de un público que ya presagiaba la tormenta.

Y como agua de mayo -limpia y purificadora- fue la actuación del niño Juan Pablo Llaguno, que enseñoreó con desparpajo un apellido histórico en la Fiesta de México, gracias a su parentesco con la casa ganadera prócer de San Mateo.

Los lances de recibo al eralito de Chafik que cerró la función, tuvieron una sevillanía que no la hurta, la hereda. Y a pies juntos meció su capotillo con temple y gusto, muy a la manera de su tío abuelo, el matador de toros Manolo González.

Sus avances son tan notorios como esperanzadores, y a ese toreo de capote sedoso siguió una faena de menos a más, con pasajes de mucha naturalidad y temple, donde volvió a torear a pies juntos muy a la manera de los chicuelos y los pepeluises, los toreros de filigrana que dejaron, a la orilla del Guadalquivir, sus más exquisitos aromas en la Mestranza de sus amores.

La lluvia que caía del cielo fue como un baño de esperanza; como auténtica agua de mayo, mientras Juan Pablo desmayaba los brazos y se entregaba a un sentimiento que no conoce edades. A un sentimiento eterno, como es el arte del toreo, en el mismo escenario donde hace nueve años su padre estuvo a punto de perder la vida.

Ficha
Festival benéfico para los niños con cáncer organizado por la Fundación Televisa. Homenaje a la memoria de Manuel Capetillo. Unas ocho mil personas en tarde de temperatura agradable, pero con algunas ráfagas de viento y lluvia en la lidia del octavo ejemplar. 1 toro de Garfias para rejones, manejable. 6 toros de Barralva, bien presentados y de juego desigual, de los que destacaron los corridos en 6o. y 7o. lugares. 1 eral de San Martín, flojo y con calidad. Pesos: 450, 460, 510, 464, 500, 462 y 500 kilos. El rejoneador Jorge Hernández Gárate: Ovación, lo mismo que René Tirado, cabo de los Forcados de Mazatlán por una excelente pega al primer intento. Guillermo Capetillo: Ovación. Manolo Mejía: Oreja. Federico Pizarro: Oreja. Jerónimo: Silencio. Christian Aparicio: Silencio. Guillermo Martínez: Pitos tras aviso. Juan Pablo Llaguno: Vuelta. Mejía sufrió un corte en la parte izquierda de la boca, mismo que requirió algunos puntos de sutura. El picador Hugo Campos sufrió una caída en el patio de cuadrillas, se convulsionó y fue trasladado al hospital. El banderillero Gustavo Campos saludó por dos magníficos pares de banderillas.
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