La segunda novillada de la Vigésima Temporada estuvo marcada por el buen juego de los ejemplares de Boquilla del Carmen, y la brillante actuación de varios subalternos, tanto de a pie como a caballo, quienes escucharon las ovaciones más sonoras de la tarde.
Por principio de cuentas, vale la pena felicitar al ganadero zacatecano Manuel Sescosse por haber enviado un encierro ejemplarmente presentado, donde había armonía de hechuras, sino por el buen juego, en general, que dio un encierro rematado de carnes y criado con esmero.
Con distintos matices de comportamiento, los novillos de Boquilla del Carmen propiciaron emoción y no fueron del todo aprovechados por una cuarteta que, salvo Carlos Peñaloza, que dio una solitaria vuelta al ruedo, no estuvo fina con la espada.
Esta circunstancia impidió que se concediera algún trofeo que hubiese paliado, en cierta medida, el buen juego de los novillos, que permitían el toreo de calidad.
La faena más estructurada y de mayor mérito la realizó el colombiano Juan Camilo Alzate, con el novillo más exigente, un utrero que tenía un punto de violencia y tendía a echar las manos por delante.
A base de aguante y claridad de ideas, el hermano menor del ahora matador de toros Fernando Alzate, consiguió imponerse a las condiciones del novillo en un trasteo con buenos pasajes. Sin embargo, y tras señalar un primer pinchazo, el torero de Cali fue volteado de forma aparatosa y quedó maltrecho para continuar la lidia hasta dar muerte después de errar con el descabello en repetidas ocasiones, hecho que emborronó una interesante labor.
Entre altibajos se desempeñaron los tres espadas siguientes, siendo la faena del francés Tomás Cerqueira otra de las de mejor acabado, aunque sin terminar de redondear delante de un novillo negro, fuerte y encastado, que le pidió el carné.
Por momentos se acopló toreando por el pitón derecho, pero terminó perdiendo la brújula cuando se puso la muleta en la zurda. Y sucedió delante de un novillo que, por sus hechuras, recordaba a aquellos encastados toros negros que criaba el escrupuloso ganadero de San Antonio de Triana, don Manuel Ibargüengoitia, proveedor de parte del pie de simiente con el que su tocayo, el buen amigo Manuel Sescosse comenzó su andadura en estos menesteres de la crianza del toro de lidia.
El tercero también ofreció posibilidades de triunfo, y parecía, por un momento, que el leonés Adrián Padilla superaría la prueba con creces. Su dinámico toreo de capote y las primeras series de la faena hicieron concebir mayores esperanzas, sobre todo cuando consiguió cogerle el ritmo a unas embestidas cadenciosas y templadas, en muletazo que entusiasmaron al público. Pero al final no consiguió redondear y como se puso pesado con la espada, la buena disposición que había demostrado se fue al garete.
Cerro plaza el espigado Carlos Peñaloza, un novillero carismático, y bonachón, que no aprovechó la calidad del cuarto, un ejemplar bajo y reunido, precioso de hechuras, que terminó descomponiéndose un poco debido a la brusquedad de los toques y la falta de ritmo en el inexistente trazo del michoacano.
Es innegable que Peñaloza intentó hacer las cosas con su característico desparpajo, pero sus carencias técnicas le impidieron torear más asentado y con temple. Eso sí, mató de una estocada al primer viaje -perpendicular y desprendida- en la que ejecutó la suerte suprema con mayor acierto que sus alternantes, pero, ciertamente, la ausencia de fibra y estructura de su faena no le alcanzó para cortar la oreja que solicitó parte de una concurrencia que disfrutó mucho los pares de banderillas de Cristhian Sánchez y Diego Martínez, que cubrieron el segundo tercio con brillantez.
Mención aparte merece el picador Curro Campos, que ejecutó un soberbio puyazo, precedido de un recurso muy torero, cuando arrojó su castoreño al hocico del cuarto novillo, que permanecía expectante en los medios, y fue así como lo incitó a arrancarse y acometer al caballo en uno de los momento estelares de un festejo donde las palmas más fuertes se las llevaron los novillos y los subalternos.