Pronunciar el apellido Louceiro es sinónimo de toda una tradición, ya sea de cavaleiros o forcados, así como de historias de gestas y tardes no pocas veces heroicas. Pedro Louceiro, "El Grande", o, "El Viejo", como le decían referencialmente al patriarca aquí en México, nunca llegaría a imaginar que un encuentro en casa de la familia Ribeiro Telles le cambiaría la vida, al conocer al "Ciclón Mexicano" Carlos Arruza, tras comprarle un caballo, que cuando llegó la jaca a tierras aztecas, Arruza quiso saber ese "mecanismo" para que el equino hiciera todas esas maravillas que habían dejado encantado al torero mexicano, quien quería incursionar en el rejoneo en ese momento.
Arruza hizo traer a don Pedro, para que le enseñara el "secreto" de torear a caballo; es así como llega, y para quedarse para siempre. Antes, don Pedro era bien sabido y conocido por sus colegas en su país, quien en definición del mismo José Mestre Batista, decía: "la grandeza de don Pedro radica en hacer de un burro un caballo, y de un caballo un torero".
"Algo tenía el viejo", decían (y dicen) los que le conocieron; ese secreto de la doma, pero sobre todo, del trato con los caballos… y con los astados. Son famosas las anécdotas de aquel toro que metía en su coche, de esos denominados "vochos", con el que iba a tomar el café al centro del pueblo, en su natal Sousel, mismo que dejaba amarrado a las afueras, causando pánico para los que no sabían que aquel toro de estirpe de lidia, no hacía nada, porque había sido domado de la mano de su amo.
Don Pedro actúa en la Plaza México, en marzo de 1976, tarde en la que casualmente vino su hijo Pedro, con un grupo de forcados conformado a su vez por varios elementos de otros grupos, pegando en una grata coincidencia, el toro que lidia el padre.
Posteriormente, cuando termina la guerra de Angola, Pedro Antonio Louceiro Firmino llega a México, en 1977, y entonces le comenta su padre la novedad de que un grupo de jóvenes entusiastas, conmovidos por ver a los grupos de pegadores portugueses que habían actuado en la Plaza México, el deseo de formar un grupo de forcados.
Así comienza la travesía de Pedro II por nuestro país: instruyendo, orientando, enseñando e inculcando los principios de pegar toros, convenciéndose finalmente de que es una actividad que puede tener gusto y empatía en el público mexicano, debutando el grupo de chavales mexicanos, el 15 de enero de 1978, en Tenango del Valle.
Viene la tarde de abril de 1980, en la plaza monumental "Vicente Segura", de Pachuca, en la que Pedro II reflexiona y se da cuenta de que el grupo de Forcados Mexicanos está listo para que ande sin él, y sin más decide despedirse esa fecha, en la que también actuaba su padre a caballo, y con Pedro III, aún de niño, vestido de forcado. Se despide haciéndole una pega a un “pavo” con más de 600 kilos (peso en el que andaba todo el encierro), en una corrida nublada amenazada por la lluvia.
Pedro II había tomado esta decisión, al querer dedicarse de manera completa a montar y torear como su padre. Así, comienzan a salirle las primeras fechas, y es en la plaza de Xalapa, Veracruz, donde se convierte en el primer rejoneador en indultar un toro en nuestro país, de la ganadería Viuda de Fernández, pero ahí no termina historia, sino que ese mismo toro, dos meses antes, había sido ya indultado a pie, por el diestro español Ángel Majano. Un dato curioso para los anales de la tauromaquia mexicana.
De don Pedro es sabido que fueron no pocos los rejoneadores que se hicieron bajo su tutela, entre ellos y el más significativo, Eduardo Funtanet. Algunos fueron criticados, diciéndose: "ni parece que fueran alumnos de don Pedro", pero alguien dijo: “pero es que a don Pedro había que verlo, y saber verlo, para aprender”.
Cuando se despidió don Pedro, en diciembre de 1990, en la Plaza México, el maestro era débil visual por la diabetes, estaba mermado de facultades, y sin embargo, dejó en la memoria aquellos seis quiebros en la cara a un toro de San Marcos, en lomos de uno de los caballos más distinguidos en la historia del rejoneo en México como fue "Chubasco".
Pedro II tuvo un segundo aire en su carrera tras haberse ido a Portugal por siete años, donde actuó en un homenaje nacional que le hicieron a su padre en su natal Sousel. Toreó en esta etapa varios festivales en el estado de Hidalgo y algunas corridas en otros estados, poniendo caballos por aquí y por allá, y repartiendo su infinito conocimiento y sabiduría, así como sensibilidad respecto de este animal.
El pasado mes de junio, como adivinando el destino lo que se venía, por primera vez en México, la vida juntó a tres generaciones: Pedro II, Pedro III y Diego Louceiro, en el festival del décimo aniversario del grupo de Forcados Amadores de Hidalgo. Menos mal.
Se va, pues, un hombre valiente, que no le tuvo miedo a nada, y menos a morir, con ella siempre estuvo reconciliado, por eso vivió como vivió, hizo lo que más le gustó y se rodeó y disfrutó de gente que le quiso y le admiró, merced también del gran conversador que fue, siempre lleno de anécdotas, algunas jocosas, pero siempre interesantes, compartiendo además consejos, no exentos de sabiduría.
Deja un legado importante, mismo que sus vástagos, rejoneadores y forcados, habrían de transmitir, para que las nuevas generaciones sepan de ese código de honor, valor y honradez, no solo en la Fiesta de toros, sino en la vida misma.
Hasta pronto, grande mestre Pedro Louceiro.
De sombra, sol y muerte, volandera
grana zumbando, el ruedo gira herido
por un clarín de sangre azul torera.
Abanicos de aplausos, en bandadas,
descienden, giradores, del tendido,
la ronda a coronar de los espadas.
Se hace añicos el aire, y violento,
un mar por media luna gris mandado
prende fuego a un farol
Que apaga el viento.
¡Buen caballito de los toros, vuela,
sin más jinete de oro y plata, al prado
de tu gloria de azúcar y canela!
Rafael Alberti.