Desde hace veinte años, Enrique Ponce es una presencia indispensable en las temporadas mexicanas. Después de Manolete, Paco Camino y El Niño de la Capea, Ponce se convirtió en el torero español más querido por el público mexicano, el nuevo ídolo de las multitudes que no reparan en la nacionalidad de los diestros sino en la universalidad del arte.
Y es que luego de una confirmación de alternativa tinta en sangre en la que no se le pudo ver en su máxima expresión, Ponce no tardó en cautivar al público mexicano con una propuesta estética que nunca antes había visto. El mexicano tiene un antiquísimo gusto por el arte en todas sus manifestaciones. Le gusta la pintura, la música, la danza. Le gustan los colores en el lienzo o el rebozo. Le gusta la escultura y el toreo. En el siglo 21, el aficionado taurino mexicano pregunta en los cafés y los restaurantes si como cada año vendrá Ponce porque sabe que al verlo en escena, dará a sus sentidos un banquete a través de la placentera catarsis del arte. Y llega a poner una condición: "Si no viene Ponce, no voy a los toros"; sectarismo recalcitrante pocas veces visto en la historia del toreo. Prueba de lo que digo son las grandes entradas que registra la Plaza México al conjuro de su nombre, en comparación con otros diestros, igualmente respetables, pero menos magnéticos.
Enrique ha basado siempre su potencial en el conocimiento del toreo, el dominio de la técnica, el sentido del temple, la capacidad para sincronizar su respiración con la del toro mexicano y la consigna de que todo lo que se hace en la plaza debe expresarse con buen gusto. La mano, la cabeza y el corazón de Enrique Ponce marchan juntos durante la lidia, pero no sólo eso, sino que se ponen de acuerdo para darle una cubierta artística.
Dentro de su percepción personal de la belleza, el andar, el gesto, la actitud, el trazo, todo lo hace con clase. No importa que no sea su turno, las arterias de Ponce están conectadas en todo momento a un corazón que manda señales de arte. Guarda la compostura y camina como torero, habla como torero, vive como torero. ¿Alguien lo ha visto perder el estilo?
Decía Kant en la Alemania del siglo 18 (mientras en España Costillares estaba inventando el volapié) que "la belleza artística no consiste en representar una cosa bella, sino en la bella representación de una cosa". Así, el torero doblemente valenciano porque nació en Valencia y tiene valencia (que significa valía), representa con belleza esa cosa en estado puro que es el toreo, eliminando toda aspereza relacionada con su sentido de lucha.
El próximo domingo, inaugurará la Temporada Grande 2010-2011 en la Plaza México, alternando con Zotoluco, quien regresa a La México después de cuatro años, y El Payo. Por tercera temporada consecutiva, apuesta por los toros de San José, una de las ganaderías más importantes de la actualidad. El 8 de febrero del año pasado, el español realizó una faena de antología con el toro "Notario" de esa vacada. Aquella tarde brillaron como nunca su maestría, su deslumbrante inteligencia y su sentido de la unidad. Ponce entiende que una faena es un conjunto de pases relacionados entre sí. Pieza torera de gran fondo técnico, a la vez sentida e inspirada, fue la obra máxima de un esteta en la cumbre de su trayectoria.
El erudito que siempre hizo faenas por nota, resulta que ahora, en plena madurez, con más vivencias acumuladas, con más vida asimilada, con más cosas qué decir, disfruta como nunca y vuelca todo su sentimiento en la interpretación del toreo, alcanzando una solera exquisita. Estamos pues, ante la mejor versión del galáctico del toreo.
La presencia de Enrique Ponce en la Plaza México, en Querétaro, en San Luis Potosí y en Saltillo, con dos mil corridas a cuestas, viene a alumbrar con la linterna de la categoría, el invierno taurino mexicano.
La vibración de tres generaciones
La corrida de las tres generaciones del lunes pasado en Tlaxcala resultó enriquecedora para nuestro bagaje de aficionados.
Un hombre visiblemente enfermo, aparentemente desvencijado, con la cabellera entrecana, las piernas débiles y el rostro demacrado, pero con un espíritu torero que no le cabe en el pecho, brindó una actuación purificadora.
Con los ojos amarillos del mal hepático y la afición desbordante del mal de montera, El Pana agregó una página emocionante al libro de su leyenda. Sólo con un espíritu torero se puede hacer una suerte increíble a porta gayola y permanecer en la plaza sin dramatizar hasta el final de la corrida, con dignidad, a pesar de tener el cuerpo calado.
La tal suerte de saludo es "la tlaxcalteca", invención de Ignacio Márquez "El Sereno", diestro de los años sesenta que llegó a torear en la Plaza México. Consiste en arrodillarse en la puerta de toriles con el capote sobre los hombros (como hacían los ejecutantes de “la mariposa”) y después de un sutil quiebro, darle salida al toro por un costado, pasando el capote por detrás de la nuca y dibujando con él un rizo caligráfico. No escurrió el bulto ni se tiró al piso: lo llevó toreado. Fue milagroso. Tiene mucho mérito hacer eso cuando se frisan los sesenta años de edad. Afirman los fisonomistas que tiene más, pero lo que pasa es que al Brujo lo corrieron sin aceite. ¿Cómo logró levantarse para ejecutar los lances y el pinturero remate? Todavía no me lo explico.
Que ya no le pidan que ponga banderillas -sería un suicidio- pero es un gozo verlo plasmar esos derechazos sabrosos desde aquí hasta allá, donde alarga tanto el trazo que se ve comprometido para reponerse. Su precaria condición física quedó en evidencia cuando cayó como una tabla sin poderse incorporar y cuando el cuarto toro hizo por él tras la estocada. Lo alcanzó en la graciosa huida y lo mandó por los aires. Ignorando deliberadamente el dolor, acaso sin sentirlo, dio tres estrambóticas vueltas al ruedo con las carnes abiertas en un derroche fosfórico de personalidad. Por la noche, antes de ser operado, estaba de excelente ánimo, "como si sólo lo hubiera picado una abeja", según nos refiere su apoderado Salvador Solórzano. ¡Qué torero y qué personaje!
Con el toro demandante y el de calidad suprema, Ignacio Garibay hizo lucir su tauromaquia correosa. Recio, valiente, no se afligió ante el primero de su lote, duro como el mármol. El otro, aunque se llamó "Carretero", no era precisamente una carretilla de entra y sal, sino un toro bravo al que había que llevar empapado en la tela escarlata para aprovechar sus artísticas embestidas. Le hizo una faena trepidante y con pigmento, infelizmente malograda con la espada. Sacó de su palco con todo merecimiento al ganadero Fernando de la Mora. Con un toreo ahora más introspectivo, Garibay se ha instalado en la etapa de la madurez.
La fuerza de El Payo no proviene de su juventud sino de sus argumentos. Tiene todo, absolutamente todo para convertirse en figura. Si torea el próximo domingo en la Plaza México como lo hizo el lunes en Tlaxcala, va a causar una positiva conmoción. Se meció en las acompasadas verónicas y enseñó valor sereno y temple con la muleta. Pero falló repetidamente con el acero. Ha perdido unas diez orejas en sus últimas actuaciones por no andar fino en los cruces. Y si bien señala los pinchazos arriba, es urgente que corrija su técnica en la suerte suprema: la inauguración de La México está a tiro de piedra.
Recuerdo
Ayer se cumplieron 14 años de la muerte del gran torero guanajuatense David Liceaga. "Creo haber sido el banderillero con más facultades de cuantos han existido", dijo en entrevista pocas semanas antes de partir. Un dato interesante de su vida torera es que en 1932 participó en la llamada "Corrida Mexicana" en la vieja plaza de Madrid, alternando con Fermín Espinosa "Armillita" y Heriberto García, con toros de Alipio Pérez Tabernero.
Se retiró en la Plaza México el 2 de febrero de 1947. Tuvimos la enorme suerte de tratarlo. Su hijo, nuestro querido amigo David, conserva un capote de paseo que le heredó su padre y que perteneció a Manuel Jiménez "Chicuelo". Se lo obsequiará a Morante de la Puebla, quien seguramente sabrá valorar dicha reliquia.
Dolor
Hace un año cenamos con Gabriel Aguilar en la fonda "Las Limpiecitas", en Teziutlán, Puebla, donde radicaba. Fue una merienda inolvidable. Cuánta calidad humana tenía ese hombre. Nos acompañaban mi madre, su esposa Claudia, sus hijos Gabriel y Paloma, su suegra Titina, mi tía Dinorah Prigadaa Pumarino, el esposo de ésta, Antonio Rucabado, y los hijos de ambos, Antonio y Daniela.
Gabriel murió de un infarto, como su padre, el gran Ranchero, el 27 de enero de 1981 mientras toreaba en el tentadero de Coaxamalucan. Su ahora viuda Claudia no se reponía de la muerte de su hija cuando se le presenta ahora la pérdida repentina de su marido. "¿Qué quiere Dios de mí?", se pregunta, y nos comparte su inquietud a través de la línea telefónica. Le enviamos por este medio todo nuestro aprecio y solidaridad.
Fuera de serie
Este sábado se cumplirán 40 años de la muerte de Agustín Lara. El genio de la cara ajada, dueño de una creatividad romántica subyugante, murió en el Hospital ABC de la avenida Observatorio el 6 de noviembre de 1970. Fue aficionado a los toros y le cantó a España como nadie. Mi abuelo se ponía de pie cuando se mencionaba su nombre. Con eso está dicho todo.