El juego de los novillos de Sergio Rojas representó una dura prueba para tres de los cuatro novilleros que actuaron esta tarde en la Plaza Arroyo, donde se escenificó un accidentado festejo del que resultó herido el leonés Miguel Alejandro; el picador David Leos sufrió un aparatoso triunfo, y el zacatecano Luis Ignacio Escobedo fue alcanzado sin consecuencias.
Y es que torear aquí no es tare fácil, pues los novillos que saltan a la arena son ejemplares que tiene trapío y, además, sus astas intactas. Este hecho, que confiere seriedad al espectáculo, supone un gran reto si a ello sumamos la presencia de muchos profesionales, aficionados de toda la vida, y un nutrido grupo de medios de comunicación -la televisión y la radio de por medio-, hecho entraña una responsabilidad añadida, si consideramos que la mayoría de los novilleros que vienen no tienen demasiado rodaje para resolver la papeleta con mejores resultados.
Hoy le tocó a Miguel Alejandro la mala fortuna de visitar la enfermería tras dar muerte, sin hacer aspavientos, y de manera gallarda, al primer novillo de la tarde, un ejemplar que desarrolló genio después del tercio de varas y con el que era necesario estar pendiente de sus reacciones.
Es aquí donde el leonés debió echar mano de los recursos de tener en el cuerpo más de 40 novilladas, pero no fue así, porque el percance se produjo de la manera más ingenua, al adelantarle la suerte en un natural. Y el novillo no le perdonó un error que esta noche lo tiene ingresado en el Hospital Mocel, calado del muslo derecho.
La lidia del segundo novillo resultó interesante, pues el de Sergio Rojas, aunque tardo, porque le pegaron demasiado en varas, metía la cara con emoción. Y el zacatecano Luis Ignacio Escobedo, que conecta fácilmente con el público y trata de ponerle salero a todo cuanto hace, se conformó con darle una serie de muletazos con la mano derecha, pobre balance cuando se quiere escalar peldaños en la profesión.
A su favor hay que apuntar cierta personalidad y ganas de hacer las cosas bien, pero aún está muy verde (con todo y sus 20 novilladas a cuestas) para compromisos de esta naturaleza, donde si bien es cierto la plaza quizá no imponga como las monumentales, sí exhibe, para bien o para mal, a los novilleros que cada año, desde hace dos décadas, desfilan por su redondel.
El tercer espada del cartel, Rodrigo Ochoa, fue el mejor librado y todo porque tiene un valor bueno para andar en esto y, además, le funciona la cabeza con agilidad. Así que con estos dos importantes fundamentos, pero también con sus lógicas limitaciones, pasó de muleta a un novillo que terminaba las embestidas con la carita alta y desentendiéndose un poco de la muleta.
A base de salirle adelante al final de cada muletazo, Ochoa consiguió darle varios muletazos compuestos que fueron del agrado de un público receptivo que siempre acude a este escenario predispuesto a alentar a los novilleros.
Y una vez más, Rodrigo Ochoa, como casi la mayoría de los toreros que han actuado hasta hoy en la Plaza Arroyo, se vio ayuno de concepto estoqueador, perfilándose de una manera extraña y “no entra a matar, sino a ver si mata”, parafraseando a la gran Conchita Cintrón.
Cerró plaza Leonel Olguín, un torero de reminiscencias antiguas en su aspecto físico y sus formas estilística, al que le cuesta trabajo asentar bien las zapatillas sobre la arena, pero que en cambio posee un carisma natural y sentimiento para interpretar las suertes.
Con apenas una novillada toreada, el destino, que es sabio, le envío el novillo más fácil de torear (aunque en el toreo no hay nada fácil, en realidad) y fue así como le hizo una faena deshilvanada, pero con destellos interesantes que le coreó el público, ávido, a estas alturas del festejo, de aplaudir cualquier cosa.