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Un miura de los de antes...

Lunes, 28 Jul 2025    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
"...Tienen la virtud de apartarnos del limbo de indiferencia..."
Fue durante la segunda corrida de la feria de Santander, el pasado martes 22. Ya habían abandonado el toril tres astados herrados con la famosa A con dos asas laterales, divisa verde y grana, pitones abiertos, tipo agalgado y huesudo, herederos de dos siglos de trágica leyenda. Pero, a la hora buena, pajunamente justos de energía y bajos de casta, de docilidad ovejuna y sosería muy de estos tiempos en que la emoción es prenda tan escondida.

El primero de ellos hasta tuvo que ser retirado por ostensible cojera, el tren posterior hecho una lástima. Manuel Escribano, con el berrendo sustituto, y David Galván, con un cárdeno nevado, tan inocentes e insustanciales el uno como el otro, faenaron tranquilos entre silencios espesos interrumpidos por palmas de cortesía. Que, una vez arrastrados los bovinos, se tradujeron para ellos en sendos saludos desde el tercio.

Sí, habían tenido delante a un par de miuras. Pero miuras que no lo parecieron. Y estábamos en eso cuando salió "Granujito", negro bragado y paliabierto, nada impresionante de aspecto. Al principio, su conducta no pareció diferir de la de los dos anteriores: trote suelto, escasa fijeza, discreta pelea en varas, un segundo tercio sin nada de particular. Hasta que clarines y timbales tocaron a muerte y Damián Castaño recogió muleta y estoque de su mozo de espadas, pidió permiso al juez y se dirigió a los medios para un protocolario brindis general. Y desde ahí desafió a "Granujito", la muleta armada en la diestra, el ademán resuelto. Todo estaba por verse, la cosa a punto de estallar.

Damián Castaño no suena como nombre de torero y su fisonomía tampoco lo ayuda mucho: corto el cuerpo, grande la cabeza; y qué decir del terno que sacó, de un blancor incierto en el que se adivinaban largas intemperies, miedos insondables, alguna cornada acaso, y nunca supimos bien si recamado de oro viejo o plata desteñida. 

Y sin embargo, qué torero más cabal recubría ese vestido. Torero en el sentido más duro y escueto del vocablo, en clave de vida o muerte. Tras el paseíllo, la gente lo había saludado con su aplauso porque sabía que Damián Castaño no rehuyó la cita en Santander a pesar de venir herido de Mont-de-Marsán. Y precisamente cuando más de uno habría respirado con alivio al verse azarosamente a salvo de los miuras, Damián confirmó su presencia, se hizo infiltrar antes de la corrida y partió plaza como si nada. Ese gesto lo había tenido Juan Belmonte 111 años atrás –cogido en Murcia y anunciado con miuras en Sevilla–, y fue pedestal de su leyenda. La mayor parte de la afición santanderina seguramente desconocía esa historia pero, en cambio, tuvo el rasgo de agradecérselo al joven Castaño una vez deshecho el paseíllo, ovación que compartió con sus compañeros de cartel.  

A todo o nada

Pero estábamos en los inicios de la faena al tercer miura de la tarde, el hombre del apagado terno blanco aguantando a pie firme la poderosa embestida de "Granujito", la muleta por delante para una primera tanda con la derecha. Pero, un momento: conforme suma muletazos en redondo, el toro se cierne más y más al cuerpo del lidiador, de modo que el forzado remate en una liberación para todos, expresada en ese suspiro de alivio que Gerardo Diego poetizara así: "… Allá va el pase de pecho: fue la noche y ya es el día".

Porque una noche muy oscura anunciaba en cada embestida, en cada inquieto pitón, el miura más miura del año. Que si mal admitió la primera tanda derechista, enseguida dijo aquí estoy yo, quiero comerte, si te alcanzo te desbarato. Y a cazar al hombre del terno blanco a partir de ese momento se dedicó.

En estos casos, lo normal es que el torero opte por abreviar y ponerse a resguardo. Pero Damián Castaño se apartó de tal norma. Él decidió continuar su faena, con la muleta y el corazón por delante. Recrecido, el miura aceptó el reto y redobló las asechanzas. Muletazo a muletazo, su despliegue de temperamento, sentido y agresividad subía de tono.  Si su pitón derecho rozaba los muslos, la cintura, la pechera de quien así lo desafiaba, con el izquierdo, o con ambos a la vez, se revolvía furioso en busca del objeto de su ira. ¿Cabía, con semejante fiera, aquello de recrearse en la suerte, bordar el toreo, gustarse y gustar mientras la muleta peina lenta y cadenciosamente la arena? Por supuesto que no. Si lidia viene de lid, la faena de "Granujito" sólo podía ser eso: lucha, tensión, épica. El miura quería coger, con todo su despierto instinto ofensivo por delante; el torero, por su parte, quería cortarle las orejas y se esmeraba en ligarle los pases, atento menos a la estética de las formas que a librar las tarascadas con la mayor compostura posible. En una de tantas, el de Miura lo alcanzó y volteó, pero el revuelo azaroso de la muleta lo distrajo de su presa, que logró ponerse a salvo.

Y aunque en la herida de Mont-de-Marsan se rompieron los puntos y eso entorpeció aún más la movilidad del diestro, su torera entrega no declinó. Las dramáticas escenas se sucedían diseminando sudores fríos, manos temblorosas, latidos apresurados entre la grey toreril presente y graderío arriba, y alcanzó a saber a cuantas docenas de miles de telespectadores. Porque Damián Castaño no cejaba en su empeño de faenar, sordo a las voces que le aconsejaban terminar cuanto antes. Lo hizo, al fin, de una estocada en la yema, atacando con la misma decisión estoica del pinchazo previo. Y cuando "Granujito" finalmente se rindió, una plaza en total ebullición exigió la oreja para el torero. Una oreja no en homenaje a la faena estándar que se viene perfeccionando metódicamente desde los tiempos de Chicuelo, Armilla, Garza, Silverio y Manolete, sino por la lidia secamente heroica de un morlaco decimonónico.

Habíamos asistido a la confirmación de que la esencia del toreo sólo se puede apoyar en la casta brava, y que su centro neurálgico o está en la emoción o en ninguna parte. Porque, sin eso, la monotonía de lo siempre igual –tan bonito, tan perfecto, tan homogéneo, tan banal– es capaz de acabar más pronto que tarde con lo que nos va quedando de toreo.

El quid de la cuestión

¿Es esta, así de cruda y terrible, la única forma válida de concebir el arte de torear? Desde luego que no. Existen, por fortuna, maneras mucho más refinadas, evolucionadas y bellas. Y subsiste esa faena soñada –la que cada aficionado guarda en el alma– que nos hace seguir yendo a los toros. Pero sacudidas emocionales como la del 22 de julio de 2025 en Santander, por obra de la entrega tan generosamente derrochada por Damián Castaño en abierta pugna con la fiereza al desnudo de "Granujito" de Miura, tienen la virtud de apartarnos del limbo de indiferencia y tedio hacia el que con tanta frecuencia derivan las corridas. Y recordarnos que, si el toreo ha de sobrevivir a los avatares de este inclemente siglo XXI, lo será no por los caminos de la técnica depurada y el preciosismo empalagoso, sino sola y exclusivamente en la medida en que la sangre brava continúe presentándose para dotar al hecho taurino de ese sustrato de riesgo inmanente, inminente y palpable que es su única razón de ser.       

El resto

Otro torero hubo, dentro de la misma feria santanderina, que devolvió a la fiesta su esencia emocional a fuerza de arrimarse sin concesiones ni tregua. No con miuras, desde luego, aunque los de Domingo Hernández, mucho más recortados de hechuras, tampoco se lo pusieron fácil. Y menos aún el presidente, que desoyó peticiones y dejó en una módica oreja el premio a la implacable entrega de Andrés Roca Rey el sábado 26 de julio. Con la agravante de que el mismo señor juez venía de conceder generosos apéndices por medias faenas y espadazos defectuosos a lo largo de la feria. 

Pero ese es otro correlato. Que tendría que entrelazarse permanentemente con el primero, el heroico, para bien de una fiesta que por algo es historia, mito, rito, misterio y arte.


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