La tradicional corrida de rejones de Mérida es una de las citas puntuales del calendario taurino mexicano, con una larga historia de alrededor de 60 años de celebrarse en la Monumental, ese recinto tan emblemático del sureste que siempre se ha preciado de ser una plaza torista, con un público entusiasta, conocedor y exigente.
Cualquier empresario que haya organizado corridas en Mérida, sabe muy bien que es imperativo llevar los toros sobrados de trapío, para evitar que la autoridad los rechace, con la problemática que ello representa después de un viaje tan largo de unos mil 500 kilómetros, cuando los encierros proceden de ganaderías ubicadas en la región central de México.
Pero, además, es evidente la presión que muchas veces ejerce la comisión taurina local que, a lo largo de los años, ha buscado afanosamente tener influencia en las temporadas, en consonancia con la autoridad de plaza, con ese orgullo tan peculiar y distintivo de los yucatecos, magníficos promotores de la Fiesta Brava, que sigue siendo un sólido pilar de sus tradiciones populares.
Y todo eso habla de una desmedida afición, así como de una natural preocupación de que las cosas se hagan con seriedad, con el mérito añadido que supone triunfar en esta plaza, donde, muchas veces, la actitud del juez de plaza adquiere un papel protagónico que no tiene ninguna razón de ser.
Los jueces de plaza están para salvaguardar los intereses de la afición, hacer cumplir el reglamento con la mayor sensibilidad posible y, sobre todo, tener el criterio suficiente que les permita solventar cualquier dificultad que se suscite antes o durante la corrida, procurando conciliar intereses con una actitud positiva.
En este sentido, el mejor juez de plaza es aquel del que nunca se habla en la cobertura periodística de una corrida, ni para bien ni para mal, ya que eso es sintomático de que ha hecho su trabajo con eficacia. Vamos, es como en el futbol cuando un árbitro dirige bien un partido y nadie lo menciona.
Sin embargo, en un festejo taurino no es fácil desempeñar el papel de juez de plaza con la objetividad suficiente, ya que el público de toros es el único, en un espectáculo de este tipo, que goza del privilegio de poder incidir directamente en determinados sucesos de la corrida, o hasta en su resultado final.
Por ello, los jueces de plaza están obligados a hacer cumplir el reglamento con un criterio adecuado, que les permita interpretar lo acontecido, valorarlo con sensibilidad e interpretar la voluntad de la gente, conscientes de que sus decisiones pueden inclinar la balanza hacia un triunfalismo que nada bien le hace a la Fiesta, o pecar de una absurda exigencia que raya la injusticia, como ocurrió el domingo pasado en Mérida.