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El Pregón Taurino de Heriberto Murrieta

Jueves, 07 Sep 2017    CDMX    Redacción | Foto: Manolo Briones   
De manera íntegra reproducimos el texto

Para mí es un honor ser el pregonero de la Feria de Zacatecas 2017.

Agradezco profundamente a Juan Enríquez y a Manuel Sescosse la invitación para decir este pregón.

A los 17 años vine a Zacatecas por primera vez, por invitación de mi amigo Aurelio Borrego. Después de un largo camino en autobús desde la Ciudad de México, al fin nos acercamos al portal de Rosales. No olvido el momento de la llegada a la casa de la tía Rosa Borrego. Era de madrugada. Los faroles alumbraban tenuemente la calle ascendente. Había llovido y el empedrado brillaba como brazalete de plata. Una extraña sensación me invadió, quizá algo de tristeza por alejarme unos días de mis padres. Lejos del bullicio de la capital, Zacatecas era puro silencio y frío intenso aquella noche de septiembre de 1983. Faltaban tres cuartos de hora para que se vaciara en el aire, como recitaba López Velarde, el santo olor de la panadería.

Naturalmente, por la tarde fui a los toros y, con excepción de la cantera de la plaza, nada fue color de rosa. Mi impresión juvenil la provocó un hombre con sombrero de fieltro que decidió utilizar el graderío como retrete, ante el estupor del público que huyó despavorido hacia las salidas más cercanas.

Ya sabía, desde que mi padre me empezó a llevar a los toros, que Zacatecas era la cuna del toro bravo, que la tierra del zaíno era Saín y que siempre había festejos en Sombrerete, en Jalpa, en Juchipila, evn Fresnillo, en Río Grande. Conocería después más datos sobre la relación entre Zacatecas y los toros: 

Ignacio Hernández Lumbreras, el ameno locutor comercial de las extintas transmisiones taurinas de la XEW, era natural de Jerez de García Salinas. Antes de irse a la capital, fue locutor de la XELK, donde nuestro amigo Oscar Fernández inició su carrera en 1960.

Don Valentín Rivero aportó a “Tabachín” de su ganadería zacatecana de Valparaíso, para que Manuel Capetillo hiciera el antiacadémico toreo “a la mexicana”, formidable aleación de lentitud y esencia, en la que los cánones y los estereotipos son avasallados por el sentimiento. (Manuel fue uno de los más grandes exponentes de la vertiente del sentimiento del toreo nacional. Los toreros sentimentales son los más humanos, los que más hondamente nos llegan al alma, los que despiertan la pasión de los diletantes. Con ellos, deja de ser fría le geometría. Las experiencias que forjan el carácter, llega el día en que ineludiblemente afloran al torear. Por ello, el hombre que ha sufrido se desgarra toreando y encuentra en ese ejercicio un quejido sin palabras, un desahogo a través de su fundición con el toro. Pero el toreo es también una manifestación de alegría, de dramatismo y de placer estético. Como el que canta o el que declama, sólo el torero que siente puede hacer sentir. Estos maestros son capaces de llevarnos a un estado purificante a través de la experiencia sensorial, del mensaje sublimado de su interpretación del toreo).

Zacatecas es la cuna del toro mexicano y asimismo un importante venero de diestros a lo largo de varias décadas, hasta llegar a Antonio Romero, a quien hemos visto ejercer un auténtico apostolado, sin chistar ni hacerse la víctima, tras la cornada gravísima que sufrió en marzo pasado en el ruedo de la Plaza México. Afición mata dolor.

Otros dos apuntes zacatecanos:

Genaro Borrego se redimió como torero durante un festival en la Monumental Plaza México.

José Julián Llaguno se propuso lidiar encierros con trapío e imponentes arboladuras.

Hoy que la suave patria se tornó rasposa y es asolada por la falta de civismo, la violencia y el absurdo empecinamiento en acabar con nuestras tradiciones -en lugar de fomentarlas-, la Fiesta de los toros sobrevive contra viento y marea, aguantando tempestades sin arriar las velas, en una lucha encomiable, casi heroica, como la que encabeza Manuel, para blindarla jurídicamente primero y hacerla resurgir después.

Son tiempos difíciles para el toreo, ni cómo negarlo. La Fiesta cuenta con poco apoyo de los medios masivos de comunicación que un día se asustaron y ahora la ven como algo que no conviene difundir, que es políticamente incorrecto. ¿Se imaginan si la televisión abierta diera seguimiento diario a las hazañas de los toreros mexicanos, especialmente aquellos que luchan en Europa, y les diera su lugar como los héroes que son?

Permea en la sociedad una conciencia confusa de protección a los animales. Cuando un torero fallece, las redes sociales, reflejo de lo mejor y lo peor de la sociedad, se inundan de comentarios salvajes, infamantes. Algunos desalmados celebran la muerte de un ser humano.

Alegrarse por la muerte de un congénere es una de las más grandes aberraciones en estos tiempos de valores tergiversados y cables cruzados. Esos seres con poco de humanos desconocen que la Fiesta no es cruel, definitivamente no es cruel, porque el torero no siente placer al causarle dolor al animal, un dolor que se cohíbe al generar el toro betaendorfinas. El doctor Juan Carlos Illera de la Universidad Complutense de Madrid explica en el estudio veterinario que salió a la luz en 2005 que los toros en el ruedo, al liberar dichas betaendorfinas, bloquean totalmente los receptores del dolor. Illera señala que el toro es un animal especial desde el punto de vista endocrinológico, con un umbral del dolor altísimo.

La corrida tampoco es sádica ni consiste en maltratar burda e incivilizadamente a un animal. Al contrario, los taurinos respetamos profundamente al toro de lidia. A una nueva forma de pensar antitaurina, muy extendida en todo el mundo, se enfrenta este rito cultural donde el toreo es el arte del acoplamiento para crear belleza estética y a la par de ella, provocar una emoción. 

De esta fiesta que amamos, y su panorama actual, les vengo a hablar. Pero antes, algunos antecedentes, citando una parte de la introducción de mi libro Vertientes del Toreo Mexicano.

Junto con el idioma, la religión y numerosas costumbres, los conquistadores exportaron a nuestro país la tauromaquia, rito sensorial de acendrada españolería.

En un principio, el espectáculo consistía en zaherir toros desde un caballo con garrochones y varas largas de madera.

Posteriormente, cuando en 1851 el toreo se bajó del caballo, el oficio de lidiar reses bravas a pie fue adquiriendo poco a poco una nueva forma de expresión, distinta y más variada en comparación con la de su país de origen, inspirada en la forma de ser y sentir del mexicano.

Sin perder su raíz hispana, el toreo mestizo, de fulgurante sincretismo, fue evolucionando hasta adquirir su identidad, al tiempo en que los lidiadores nativos desarrollaban un estilo propio para interpretar las suertes. El toreo de México se convertía en una clara proyección idiosincrásica.

Naturalmente, tales formas de interpretación del toreo en México han variado en función del toro de cada época. El que lidiaba Ponciano Díaz a fines del siglo 19 no es el mismo que contribuyó a la consagración de Manolo Martínez noventa años después.

A través de un largo e interesante proceso de selección y mejoramiento genético, los criadores nacionales encabezados por el eminente zacatecano Antonio Llaguno, fueron diluyendo las asperezas de un animal salvaje, hasta que obtuvieron un toro cuyo instinto de pelea sigue representando un reto para sus lidiadores, pero que además atesora una calidad artística propicia para la realización de faenas de muleta bellas y ligadas. Alquimistas del campo, los ganaderos mexicanos crearon un toro distinto al español, con más duración y clase, con un fondo de bravura, apreciado por todo el mundo taurino.

La calidad mundial de nuestro toro y el temple lento del mejor toreo mexicano nos han llevado a asegurar temerariamente, al calor de instantes apoteósicos, que ahora se torea mejor que nunca. Sin embargo, desde hace cuatro décadas las ganaderías más solicitadas por las figuras del momento han tendido a ennoblecer la conducta de la materia prima, volviéndola demasiado suave y pastueña. El toro descastado rebaja la sensación de peligro, no emociona y da concesiones; el sistema taurino mexicano se ha equivocado al adorar a ese toro, usurpador de la monarquía del espectáculo. Sobre este punto, hemos insistido ante los micrófonos que la trascendencia de las faenas es directamente proporcional a la adultez, la integridad de las astas y las dificultades de cada animal.

Condicionados por la bravura seca y la cabeza suelta de un animal difícil de someter, los primeros lidiadores mexicanos aprendieron a esquivar los derrotes para salvar la vida.

 En 1833 el estilo, por llamarlo así, era uniforme; los arrojados capeadores rodeaban al toro y lo acosaban, le clavaban banderillas rellenas de pólvora, toreaban sobre piernas y largaban sartenazos a la media vuelta ante públicos frenéticos que se estremecían con aquel acto bárbaro desprovisto de estética. Faltaban cien años para que Juan Belmonte revolucionara el toreo con su propuesta “imposible”, consistente en pisar por primera vez el terreno del toro, obligándolo a desviar su viaje y por consiguiente, a reducir la velocidad de sus embestidas. Después de Belmonte, los lidiadores que simplemente dejaban pasar al toro, debieron ajustarse a una nueva técnica para enseñarle el camino.

Para 1888 abundaban las suertes taurinas con tatuaje mexicano. El esqueleto torero, la mamola, el salto con dos garrochas, la banderilla con la boca y las cortas non plus ultra entusiasmaban a los espectadores en la plaza del Volador.

Pero veinte años más tarde, cuando Llaguno trajo a México seis hembras y dos sementales de buena nota del Marqués de Saltillo para elevar la calidad del toro criollo, empezaron a perfilarse más claramente los estilos toreros. Así, con el toro superior de la ganadería madre de San Mateo, reducidos a su mínima expresión los encastes españoles de Murube y Parladé, quedó “uniformado” hasta cierto punto el estilo de nuestro toro y se pudo distinguir con mayor claridad cuáles eran los toreros artistas, los temerarios o los pintureros, bajo la máxima belmontiana: se torea como se es. Desde luego que aunque esa conducta lineal sigue siendo evidente, el comportamiento del toro tiene muchos matices y el torero siempre dependerá de la materia prima en turno para poder desarrollar su propia idea del toreo, sublime ejercicio del espíritu.

Sobre este punto ganadero, en los últimos años ha resultado exitosa la importación de sangre española. Corridas españolas abren la diversidad de encastes y permiten al aficionado ampliar su conocimiento al apreciar distintos volúmenes, cornamentas y conductas del toro en el ruedo.

Decía hace un momento que la Fiesta de los toros es más atacada que nunca y la inmensa mayoría de los ataques que recibe carecen de sustento. Sus enemigos suelen guiarse por el simplismo y la desinformación.

Los antis son activos y tenaces, así sus razones provengan del desconocimiento  y se acompañen frecuentemente de cólera. Para muestra existe un video en el que Pepe Saborit los entrevista en el Zócalo capitalino sobre lo que sucede durante los festejos en el que ellos llaman “el rodeo”, casi siempre anteponiendo la frase “tengo entendido”, para matizar sus disparates. Uno de ellos afirma: “Si los niños van a los toros, hay riesgo de que se vuelvan psicópatas”. No hay un solo caso registrado de tal cosa. El origen de la psicopatía, trastorno que se caracteriza por la conducta antisocial, el egocentrismo, las amenazas de suicidio pocas veces consumadas y la falta de remordimiento, de ninguna manera tiene relación con la afición a las corridas.

Otra barbaridad: “A los toros los ocupa la compañía Domecq, son mansos y desde su genética buscan jugar, no que los torturen”. Hasta donde sabemos, la Domecq fermenta uvas, no cría toros. Además, el toro no es juguetón, no es una mascota doméstica, no es un perrito. Es un animal bravo, fiero, cuyo instinto es atacar, así que de ninguna manera es manso desde su genética. “Es la imagen natural del combatiente”, en palabras de Francis Wolff.

Se antepone el animalismo sobre el humanismo, aberrante criterio. Se habla con ligereza y por consiguiente, con irresponsabilidad, de lo que se desconoce.

Los antitaurinos no lo mencionan en sus postulados, pero las ganaderías donde se cría al toro de lidia son grandes ecosistemas, verdaderos pulmones de la naturaleza, donde se preservan muchas otras especies animales.

El toro es alimentado durante cuatro años y vive en absoluta libertad, a diferencia del ganado de engorda, éste sí víctima, en muchos casos, de la crueldad.

El toro vive por lo menos cuatro años a campo abierto en excelentes condiciones. En cambio, mil o más reses de engorda pueden hacinarse en apenas una hectárea. En ese mismo espacio de aglutinamiento, su excremento genera metano, el mayor contaminante del planeta, por encima del dióxido de carbono que producen los motores.

El toro pace en espaciosos terrenos puramente ecológicos. Las ganaderías de bravo ocupan actualmente 170 mil hectáreas dentro del territorio nacional. 

Una res de engorda vive apenas nueve meses. La vida del toro dura por lo menos 48. Esto quiere decir que la existencia del toro es cinco veces más larga que la de las reses predestinadas para el consumo del hombre. Por cierto, la carne del toro es perfectamente comestible.

Además, por cada toro que muere en la plaza, los ganaderos tienen en promedio otros siete toros vivos permanentemente.

Los ganaderos venden 650 millones de pesos en toros al año y la derrama económica está relacionada con pastura, grano, transportación, veterinarios, hotelería, restaurantes, puestos de comida, taxis y muchos rubros más.

Existiendo pues, numerosos datos que respaldan el trasfondo ecológico de la tauromaquia y habiendo una lista interminable de prioridades para sacar a este país del socavón de sus problemas, ¿por qué tanto interés en exterminar las corridas y por añadidura, al toro de lidia?, ¿por tomar los políticos a la Fiesta como rehén de sus oscuros intereses?, ¿en qué momento nos volvimos asustadizos?, ¿de cuándo acá somos afectos a humanizar a los animales?

Uno de los frentes desde donde se ataca a la Fiesta de los toros es el de la política. A diferencia de los antitaurinos, que tendrán sus argumentos pare denostar el toreo, algunos políticos se pronuncian en su contra, no por convencimiento sino por conveniencia. Creen que ir en contra de los toros les va a permitir captar nuevos simpatizantes.

Ante ese panorama, llama la atención la postura de Ricardo Monreal, ex gobernador de este estado de Zacatecas.

Monreal dijo en reciente entrevista: “Respeto las tradiciones que México debe conservar y prevalecer”. Al señalarlo, tácitamente Monreal da su apoyo a la Fiesta. Es como una declaración de no interferencia, de no tocar a las corridas.

Otro político, Miguel Ángel Mancera, jefe de gobierno de la Ciudad de México, se me quedó mirando el 25 de agosto pasado cuando quise saber cuál es su postura sobre la Fiesta de los toros. Finalmente me respondió: “off the record”. Inmediatamente después, aunque advirtió que nombrar a la tauromaquia como patrimonio cultural inmaterial en la gigantesca urbe es misión imposible, terminó con esta frase textual: “Seguramente habrá toros por muchos años más en la Ciudad de México”.

Recientemente surgió una iniciativa –política, claro- para prohibir la entrada de niños a los toros. Los políticos no deben decirnos a dónde debemos llevar a nuestros hijos y a dónde no. El toreo es una escuela de valores, y con una buena orientación, los menores pueden entenderlo como una manifestación cultural y artística, no como una barbarie. No es verdad, como se dice a la ligera y ridículamente por ahí, que los niños que van a los toros son potenciales asesinos.

Hay muchas prioridades que los políticos deben atender, antes de querer terminar con una tradición antiquísima que forma parte de nuestra identidad. Pobreza, educación, corrupción, desigualdad social, inseguridad, fuero de diputados, gobernadores hampones, agujeros en el pavimento de las ciudades, impunidad, drenaje, contaminación, falta de civismo, inundaciones, licitaciones amañadas, falta de ética de la policía, narcotráfico, mal manejo de la basura, narcomenudeo, tráfico de influencias, trata, mal uso de recursos públicos… todo eso urge resolver antes de pensar en una iniciativa autoritaria, liberticida y antidemocrática como es eliminar la tauromaquia, con su carga cultural, ganaderías ecológicas, derrama económica y miles de empleos.

Ahora bien, en el intento por redactar un pregón fregón y sin dejar de tener en cuenta que por su naturaleza este mensaje tiende a ser una exaltación del espectáculo que nos subyuga a través de textos rayanos en lo literario (como los que confeccionaron mis brillantes antecesores y queridos amigos Genaro Borrego y Rafael Loret de Mola), siento que esta alocución quedaría incompleta si no señalara las fallas en la forma de hacer Fiesta en nuestro país. Y es que en muchas situaciones puntuales, los propios taurinos son los peores antitaurinos y los primeros en vejar y restarle grandeza a la tauromaquia.

Para muestra, un botón. Después de arduas gestiones, de grandes esfuerzos, de mucho trabajo, se logró que la tauromaquia fuera nombrada patrimonio cultural inmaterial en Fresnillo. Horas después se dio una corrida ahí con toros impresentables, cornigachos o de plano corniausentes. Así, se echa a perder tanto esfuerzo y la buena intención de engrandecer y dar categoría al toreo en el estado y en todo el país. O sea, el nombramiento de la tauromaquia como PCI en una entidad forzosamente debe venir acompañado de dignidad y categoría para que dicho nombramiento tenga sentido.

El eje del espectáculo es el toro. Su presentación es la que da seriedad al espectáculo. Es un grave error aspirar a tener uno como el español, cuyo fenotipo es muy distinto al mexicano (aquel tiene más caja y pitones), pero en muchas ocasiones se lidia un animal que no ha llegado a la adultez o que no tiene el trapío para ser lidiado en los cosos de nuestro país, restándole categoría y trascendencia al espectáculo.

Este mal se hace muy evidente cuando nos visitan las figuras extranjeras que buscan, junto con el billete grande, las grandes comodidades a la hora de la elección del toro en el campo, prefiriendo un toro discreto y desechando a animales con más presencia. Cumplida esa exigencia, luego son abroncados a la mera hora en la plaza.

Nuestra Fiesta tiene un toro de gran calidad; la plaza más grande del mundo; una historia rica en estilistas de intensa expresión que han hecho que nuestra tauromaquia se cueza aparte; una nueva hornada de matadores jóvenes con excelentes cualidades, uno de los cuales, Joselito Adame, sostiene una lucha digna y meritoria por abrirse camino en Europa, y un público con sensibilidad, más dispuesto al disfrute que al análisis puntilloso y exacerbado. Sin embargo, es inaplazable que dejemos de hacernos concesiones a nosotros mismos y hagamos de la corrida un espectáculo cada vez más profesional. No dejemos cabos sueltos al organizar corridas de toros.

Esta obligación incluye a quienes nos dedicamos al periodismo taurino, que debemos encontrar un término medio entre destacar enfáticamente lo positivo y no perder un elemental sentido crítico, en el marco del respeto y la argumentación.

Sólo así podrá encarar nuestra Fiesta los embates cada vez más violentos que llegan desde el exterior. En buena medida, está en nuestras manos tener una Fiesta viva y no una Fiesta de guardar.

Cada feria taurina nos recuerda que la tauromaquia sigue latiendo en la patria mexicana. Deseo que en esta edición de la feria zacatecana, más allá del corte de orejas (aspecto muchas veces relativo), surjan momentos artísticos que dejen huella en nuestras mentes y en nuestros corazones.

El toreo es arte en movimiento, belleza que surge en medio del peligro y tradición secular.



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