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Tauromaquia: Bravura y mansedumbre

Lunes, 28 Sep 2015    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna de los lunes en La Jornada de Oriente

La extraña temporada europea 2015 ha dado paso, en su fase terminal, a un impresionante reguero de sangre sobre la arena de los ruedos españoles, independientemente de su tamaño o importancia. Famosos y desconocidos están pagado un tributo descomunal, ilustrado por la tremenda cornada, penetrante de vientre, que Miguel Ángel Perera sufrió en Salamanca (15.09.15), pero también por la muy grave de Rivera Ordóñez en Huesca, en agosto, y las sucesivas heridas o lesiones de El Cordobés, López Simón, Roca Rey, Talavante (en el campo), Manzanares y Ponce durante las últimas semanas, sumadas a las de los novilleros Alvarito (grave), Daniel Ruelas, Ángel Téllez, Pablo Aguado, Alejandro Marcos, Agustín Serrano (grave), Antonio Mendoza y Lagartijo solamente en septiembre, mes en el que también han caído los banderilleros Juan José Lara “Perucha” y Víctor Hugo Saugar “Pirri” y hasta dos varilargueros, el portugués Joao Ferreira Goncalves, fracturado, y Marcial Rodríguez, con un muslo atravesado casi de parte a parte por un cárdeno de Fuente Ymbro el mismo día de la puerta grande de Joselito Adame en la apertura de la feria de Albacete.

Primeras conclusiones

Septiembre es, con agosto, el mes en que se celebran más festejos en cosos españoles y franceses. Y torear conlleva un riesgo permanente, pues los toros salen dispuestos a vender cara su vida, la muerte retratada en los pitones. Agreguemos esta confirmación: la de novillero es, entre las profesiones toreras, la más expuesta de todas, dado que las ansias del novel y su deseo de triunfo a menudo chocan en su natural inexperiencia para defenderse de utreros de todos los calibres, incluidos  soslayados torazos. Pero es un hecho que nadie, ni las figuras más curtidas, se encontrará a salvo de contratiempos mientras haya un astado en el redondel, como demuestra la cuota de dolor que en apenas mes y medio han tenido que pagar principiantes, subalternos y consagrados.  

El contraste

Venturosamente, en nuestro país son prácticamente nulos los percances. No solía ser así, las temporadas norteñas del verano se caracterizaban por el copioso tributo de sangre que anualmente demandaban, y en la capital y los cosos señeros del país, no había campaña de otoño-invierno sin que, heridos de diversa importancia, varios toreros visitaran las enfermerías, como tácita y bien aceptada confirmación de que el toreo es una actividad de alto riesgo, así se trate de festejos menores o corridas de postín. Sin embargo, a contrapelo con añejas estadísticas, en los últimos años apenas hubo que lamentar la grave lesión facial que un josejulián le produjo en Pachuca a Juan Luis Silis hace dos años, y, en la feria zacatecana de 2014, el muy serio percance del banderillero Héctor Rojas, actuando a las órdenes de Joselito Adame.

El llamativo saldo cuasiblanco que de unos años a la fecha prevalece en este país lo atribuirán algunos a la escasez de festejos, reflejo de una prolongada crisis económica, sin faltar los que se atrevan a invocar la presunta suficiencia técnica que pone a los actuales matadores y novilleros mexicanos, así como a sus auxiliares, normalmente a salvo de contratiempos, lo que, según esta versión, no ocurriría antes por las causas opuestas: falta de oficio en los toreros de generaciones anteriores, incluidos mexicanos, europeos y sudamericanos, presas más probables, por tanto, de la casta y los pitones de las reses. Evidentemente, esta disparatada versión carece de sustento, pues de aceptarla estaríamos reconociendo la superioridad técnica en nuestros actuales toreros sobre sus pares hispanos, tan reiteradamente heridos y zarandeados a últimas fechas en cosos peninsulares de todos los tamaños y categorías. Dado lo insostenible de tal premisa, habrá que buscar las causas de la disparidad por otro lado. 

El post toro de lidia mexicano… y los afeitadores

Queda, pues, la pérdida de bravura, pujanza e integridad del toro y el novillo que usualmente se corren en nuestras plazas como la otra posible explicación. Y a la vista de los datos antes expuestos, la lamentable conclusión sería que mientras en España y Francia cualquier res brava posee la fuerza, la casta y las afiladas armas que hacen falta para mantener viva la emoción del toreo y las posibilidades de herir, entre nosotros ese riesgo, sin haber desaparecido por completo, ha quedado reducido a una mínima expresión. Detrás está el proceso degenerativo al que nos hemos referido otras veces al aludir a un post toro de lidia mexicano, fabricado por la selección ganadera a la medida y sobre pedido de los mandones—hoy manda cualquiera, incluidos empresarios veleidosos y figuritas de mazapán y porcelana--; agréguese la dejadez cómplice de autoridades, para las cuales el reglamento es letra muerta, no la indispensable garantía de un equilibrio de fuerzas entre toro y torero sin el cual la tauromaquia carece de sentido. Y tendremos, al menos en hipótesis, una explicación más que plausible acerca de porqué allá los toros calan cuerpos con tanta facilidad, dando mucho quehacer a los médicos, y aquí apenas medio topan y hociquean a los toreros cuando llegan a levantarles los pies del suelo, mientras los galenos gozan de vacaciones pagadas en los callejones de nuestras plazas.

Indiferencia

En lo que sí caminan codo con codo las tauromaquias a los dos lados del Atlántico es en su pérdida de jalón popular. En España, 2015 ha sido año de extensos y preocupantes claros en los tendidos, incluso en las ferias de mayor prosapia, mientras los taurofóbicos atizan el debate prohibicionista, a ciencia y paciencia de los actores y factores de la fiesta (con las solitarias excepciones de Castella y Morante, hasta ahora los únicos espadas dispuestos a plantar cara al creciente montaje antitaurino, que incluye, en primerísimo lugar, a los más notorios medios de comunicación). Solamente Francia, en cuyas zonas sureñas la fiesta ha prendido con verdadero furor, la gente llena las plazas, el toro es tan respetado y respetable como en España y el gobierno ha decidido proteger la tauromaquia como patrimonio cultural propio. Reflejo de lo cual es la importancia de sus ferias y la calidad de su actual generación de matadores y novilleros.

De cara a la taquilla, peor pintan las cosas en nuestro país. Cierto es que las plazas chicas siguen gozando del favor de públicos feriantes, pero basta echar una ojeada a los desolados tendidos de la México en temporada chica para tener una idea de las dimensiones del problema. De hecho, ningún coso con cupo superior a los 7-8 mil espectadores alcanza a llenarse hoy día, salvo que toree José Tomás (Aguascalientes, 2 de mayo). En cambio, la oleada abolicionista, oxígeno puro para políticos sinvergüenzas a la caza de temas secundarios pero rentables, se está extendiendo de manera alarmante. Por lo pronto, el congreso de Coahuila ya suspendió toda actividad taurina en ese estado de ilustre historial taurino, y en diversas poblaciones menores, autoridades espurias hace alarde de progresismo amparándose en la prohibición de las corridas.

Pero si, en México, la tauromaquia sigue perdiendo público y presencia pública, sin duda se debe a la ausencia de emoción que emana de las escenas normalmente ofrecidas en nuestras plazas: el post toro de lidia mexicano –pajuno, aplomado desde su salida, normalmente incapaz de responder a cites a distancia y hasta de justificar el tercio de varas (las actuales corridas tranquilamente podrían prescindir de la suerte de picar)-- constituye un verdadero atentado contra la promesa de emoción que secularmente han ofrecido las corridas de toros y novillos. El toreo cabal, el de parar, templar, mandar y ligar, ha dejado su lugar a sesiones interminables de cites y recolocaciones para provocar desganadas medias embestidas. La entronización de un encimismo vacuo que es la antítesis del arte de torear. 

Arte por el cual sucesivas generaciones de mexicanos –que no eran sádicos ni criminales en potencia, sino personas sensibles y buenos ciudadanos-- sintieron auténtica devoción.  


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