Para comprender cómo David Silveti llegó a ser un torero de época, debemos regresar en el tiempo a dos fechas cruciales: el 10 de febrero de 1974 en el "Nuevo Progreso" de Guadalajara y el 7 de enero de 1979 en la Plaza México.
En la primera, con todo el peso histórico de su dinastía sobre los hombros, David fracasó rotundamente. Sintió miedo desde que el piso trepidaba con las pisadas del animal. De regreso en el hotel, frente al espejo de la habitación, con el rostro cubierto de lágrimas de impotencia, se hizo una promesa: llegar a ser torero.
En la segunda, en la Plaza México, David confirmó su alternativa de manos de Manolo Martínez, en presencia de Eloy Cavazos, con toros de Mimiahuápam. Repasemos la película en la mente. Durante la faena de muleta al sexto de la tarde, el nieto del Hombre de la Regadera mete el pie en un hoyo del ruedo. Su rodilla cruje como una vara reseca. Los monosabios lo asisten, el dolor lo ciega. Es el inicio del calvario que luego dará razón de ser a su existencia, porque a partir de esa fractura sobrevendrán más fracturas con sus respectivas operaciones y rehabilitaciones. El torero de seda tiene rodillas de cristal.
¿David Silveti hubiera sido el mismo sin aquel martirio?
Diez años después del episodio referido, previa confirmación del doctorado en Madrid, regresa a La México reconvertido en un hombre que ha extraído lo positivo al sufrimiento y que estrena una nueva propuesta taurina que cala hondo en los tendidos. Ha de quedarse quieto, por obligación y por convicción. Ya no es el anteproyecto de torero que conocíamos: David deja la atildada frialdad, el buen corte esaborío, para convertirse en un artista de carácter, totalmente expresivo y de extraordinaria esencia. Su reaparición causa positiva conmoción. Al fin “dice” algo toreando al hilo, paralelamente, con la figura erguida y muy embraguetado, dentro de un sistema de cercanías que acelera los latidos del corazón. En papeles sueltos y en servilletas, con vehemencia y convencimiento, David nos explicó tantas veces su forma de torear en la línea, donde el torero es mástil y apenas mueve sutilmente las zapatillas entre los pases mientras el toro va marcando ochos sobre la arena.
Perfecciona entonces su verónica rica en naturalidad, dando el medio pecho y desmayando los brazos; aguanta al máximo en sus personales gaoneras y agiganta su condición de torero de arte al facturar derechazos y naturales de gran tersura. Pero se descarrila invariablemente al tirarse a matar, ayuno de fuerza en sus blandas articulaciones para acompañar el movimiento del resto del cuerpo, perdiendo decenas de orejas y dejando toros vivos por todo el país.
En los años noventa, junto con Mariano Ramos, Miguel Espinosa "Armillita" y Jorge Gutiérrez, encabeza un repunte post-martinista durante el cual logra llenarse de nuevo la Plaza México. La Fiesta sale del letargo y tiene suficientes motivos para oxigenarse. Una tarde, después de ser zarandeado por un toro, dibuja un natural planetario que remueve sus entrañas y las de la enloquecida multitud. Es que torea con el alma. David rompe en llanto. Conmoción en los tendidos. La reivindicación del toreo como arte y como drama.
Pero el inmenso torero no tiene facultades para reponerse entre los pases, para irse de la cara del toro en instantes de apremio. El público lo sabe, y sufre con él. Llegan nuevas cornadas en el clímax de faenas artísticas, esteticismo sangrante que ofrenda a la Virgen de Guadalupe. Su fe inquebrantable será puesta a prueba en el último medio minuto de su vida. Se manifiestan silenciosamente los síntomas de la depresión, que representará un escollo todavía más duro que los quirófanos.
Lo que en Silverio era armonía, en David es drama interior. Ascético, se aferra al toreo como ejercicio del espíritu, pero también como una obsesión enfermiza y entonces, reunidas en su conciencia todas las experiencias de su vida, acaso vislumbrando el final del túnel, se propone alcanzar la última proeza de su andar por los ruedos: volver a la Plaza México. Ahí, en sus últimas dos actuaciones deja una huella eterna. Dos tardes de torería épica, de belleza arrebatadora, de entrega total y angustia al filo de la cornada. Cuatro verónicas y una media perfectas, un resplandeciente quite por tafalleras, dos cambiados por la espalda imposibles, un puñado de naturales poéticos, lágrimas en los tendidos, las rodillas trémulas, el corazón valiente, la gran fiesta de los sentidos…
Meses después, atrofiadas sus rodillas, se ve obligado a anunciar su despedida. ¿Podrá David seguir viviendo sin poder torear?
No hay más. El guerrero se ha “vaciado” y quiere restañar las heridas. ¿O eliminarlas todas, junto con su vida, bajo el estruendo de una detonación?
Agobiado por el desasosiego bipolar, el inmenso torero jala del gatillo suicida, dejando a su familia y a sus admiradores en estado de estupefacción. Que digan que estoy dormido… ¡estremecedor final del torero más artista y a la vez el más valiente de los últimos tiempos!