Termina la temporada y uno se pone caviloso. Y en tales cavilaciones cabe lo mismo la sensación de vacío que nos deja todo lo pasado, y esa extraña impresión que es la nostalgia de lo no vivido, de lo que pudo haber sido y no fue, de lo que la fiesta brava que anualmente se monta en La México es hoy incapaz de darnos.
Quizá por eso la imaginación vuela y tiende a fantasear con los utópicos contornos de otra tauromaquia, una que fuera digna de la primera plaza del continente. Utopía solamente posible si alguien –con mucho poder, amor por la fiesta y la indispensable dosis de quijotismo-- intentara revertir la decadencia que la autorreagulación trajo aparejada. Pura ficción, pues, ya que lo que menos les interesa a las partes involucradas es que tal cosa, semejante revuelta, llegase a producirse.
Soñar no cuesta nada
No, no vamos a pedir que regrese el toro con la casta, la fiereza y el poderío íntegros. No somos tan ilusos. Nos conformaríamos con recuperar al toro mexicano típico, más fino que basto y más pastueño que codicioso. Pero que, como cualquier toro bravo que se respete, sepa exigir un torero que lo entienda y aproveche. Y que además, de cuando en cuando, que le pida las credenciales de una lidia reciamente dominadora. Con eso estaríamos conformes, no hace falta más.
Tampoco estoy pensando en el toro de tres puyazos, bastaría con un par de ellos, aplicados, eso sí, en toda regla –toreando a caballo desde el cite hasta que la reunión se desahaga, y chorreando la garrocha, castigando sin ensañamiento pero con firmeza y girando el pecho del equino para que el astado, en su salida natural, encuentre un capote bien colocado. Ni puyazos eternos ni la varita simulada al uso. Y que los maestros no nos regateen los quites. Como se verá, no pido milagros, apenas lo normal, lo de toda la vida.
Esta vuelta a la normalidad incluiría segundos tercios de cuadrillas bien coordinadas, sin capotazos de más ni pasadas en falso. Y faenas adecuadas a las condiciones del astado, ni cortas ni largas, en que el matador sencillamente sepa enseñarle al toro quién manda en el ruedo y por dónde tiene que embestir. La faena de un torero, ni más ni menos. Ni encimismos ni toreografía ni bravuconerías propias de ring de lucha libre. Simplemente el toreo, esa bendición. Si además hay arte e inspiración y sello propio, mejor que mejor. Y la estocada, claro. Que no a todos los toros se les puede matar con absoluta pureza es cosa bien sabida. Pero a salvo el decoro, incluso con recursos de buena ley llegado el caso.
Con que tuviéramos eso –estos mínimos-- la fiesta se dignificaría. No digo que dejarían de salir mansos ni que desaparecería la frustración de tantas tardes ante corridas anodinas y vulgares, porque en tauromaquia, la conjunción de factores favorables será siempre un misterio, a tono con la condición huidiza del arte –de todo arte, tan a menudo suplantado por artificios y sucedáneos de baja estofa--. Pero al menos, la tradición taurina y sus valores genuinos quedarían en pie, y no en ese limbo, previo a la extinción, donde los autorreguladores y su corte de los milagros la tienen férreamente instalada.
Apoyos reglamentarios
Para que todo eso se diera habría que retocar el reglamento en unos cuantos puntos fundamentales. Ya mencioné la regla de los dos puyazos, pero podría ser incluso uno, no nos pongamos demasiado estrictos, a condición de que se ajustara a los tiempos, las distancias y la pelea en varas que definieron siempre la bravura.
El otro tema sería la supresión de los toros de regalo, indispensable para que quien parta plaza en la capital de México lo haga con los machos bien apretados, vale decir, comprometido consigo mismo y dispuesto a aportar su máximo esfuerzo con los toros que el sorteo le haya deparado. Pero si tal supresión les parece impensable a taurinos y cortesanos, ¿qué tal que, por reglamento, se vetara la concesión de trofeos en toros de obsequio? Y cuando digo toros doy por sentado que los posibles regalos estarían clasificados de antemano como tales, para impedir que el eventual pagante se despache con la cuchara grande, eligiendo lo cómodo que haya en los corrales luego de escurrir el bulto ante su lote normal.
Y autoridades responsables, claro
Por supuesto, para que todo lo anterior cobrara forma y sentido, se precisarían autoridades conscientes del valor cultural de la tradición taurina mexicana, y de jueces de plaza probadamente competentes y con total independencia frente a empresas, ganaderos y apoderados, para lo cual sería indispensable contaran con plenas garantías de apoyo gubernamental: justo lo que menos existe actualmente. Que tendría que existir, es un hecho. Que está en chino que ocurra, también lo es.
Tan difícil como que se lidiaran toros íntegros en salud, edad y condiciones para la lidia (¿Para cuándo un registro por ganaderías de alcance nacional, sobre un programa computacional ad hoc, abierto al público y a los estamentos taurinos vía internet, con la identidad –fecha de nacimiento, número, pelaje, características morfológicas…-- de cada macho que haya en el campo bravo nacional?).
Tan difícil como frenar el dispendio de orejas que tienen convertida a La México en plaza de pueblo. Tan difícil como sería que la empresa de la Monumental –tan celosa de los privilegios de su privacidad-- tuviera que competir con otro coso y otra organización que, sin salir de la capital, estuviese dispuesta a reivindicar los valores auténticos de la tauromaquia. Porque tampoco sería descabellado pensar en otra plaza capitalina, alterna de La México, pero manejada con criterios reivindicatorios. ¿Qué tal?
Hasta que vigilia vuelve
En fin, dicen que soñar no cuesta nada. Salvo un buen batacazo al despertar. Y con ello la vuelta a la dura y abrupta realidad.