El 6 de septiembre de 1978, en el Sanatorio Español del DF, se extinguía la vida de Fermín Espinosa Saucedo, “Armillita Chico” en los carteles de finales de la década del 20. Había nacido en Saltillo, Coahuila (03-05-11) y vivió, por tanto, 67 años. El México taurino –y hasta el que no lo era– se condolió y llevó luto por el viejo torero, reconocido entre nosotros como El Maestro de Maestros. O como El Joselito mexicano, en España.
Su huella es indeleble. Muchos años antes, al reseñar su faena al cárdeno de Piedras Negras "Nacarillo" en la Plaza México, Carlos Septién García lo había enunciado así en su crónica: “Torero Inmortal este Fermín de Saltillo, con el que México se incrusta triunfalmente en la historia del toreo universal.” (El Universal, 16 de diciembre de 1946).
Nadie como él. Debe ser Armillita uno de los cinco o seis mayores toreros de la historia. Y lo fue sin publicidad ni ayudas extrañas, simplemente haciendo de la tauromaquia un arte mayor cada vez que extendía su capote, alegraba el tercio de banderillas, esgrimía la magia de su muleta. Poco dado al alarde y la alharaca, era la naturalidad misma en traje de luces. Está entre los matadores que más jóvenes han tomado la alternativa (tenía menos de 16 años y medio aquel 23 de octubre de 1927 en que Antonio Posada le cedió los trastos en los tercios de El Toreo, con "Maromero" de San Diego de los Padres tocado desde el burladero de toriles), y en sus primeros años en el escalafón tuvo que soportar ninguneos y vejámenes mientras toreros mucho menos aptos y talentosos se repartían los contratos y las revistas de la prensa, en México y en España. Pero con perseverancia que nacía no tanto de la mera voluntad de triunfar o demostrar nada, como del fuego interior de una intensa vocación torera, terminaría imponiéndose como el mejor de todos. El más poderoso, largo y, a la vez, sencilla y elegantemente artista.
Deslumbramiento y parón
Aunque Fermín asombró en México desde becerrista por su intuitiva y precoz maestría, fue la España de los toros la que con mayor fuerza y convicción se rindió a su arte. Al principio, le ocurrió allá lo mismo que en su propia tierra: al deslumbramiento inicial le siguió una especie de impasse, en que otros nombres más publicitados y sonoros ocuparon la atención del público y los medios. Se le reconocían una insólita comprensión del carácter de las reses y un dominio cabal de los tres tercios y las suertes más variadas, pero al lado de artistas como Chicuelo, Cagancho y Curro Puya, o bullidores hiperactivos como Vicente Barrera y Manolo Bienvenida, el joven mexicano, demasiado conciso y sobrio, parecía soso, desangelado. El salto de la década del 20 a la del 30 lo libró sin mucho brillo. Y toreando menos corridas cada vez.
Peor todavía: en México, la empresa de El Toreo prescindió de él para sus temporadas del 29-30 y 30-31. Y Fermín las tuvo que pasar en España, puliendo su toreo en las frías mañanas invernales.
"Centello"
A la mitad de 1932, no llevaba en España sino siete corridas toreadas. Atenido a un par de contratos en el abono madrileño, se le anunció para el 5 de junio en un cartel de segundones, con Fortuna y Fuentes Bejarano y toros colmenareños de Manolo Aleas. Con poca gente en los tendidos, la corrida transcurría gris. Hasta que saltó a la arena el cierraplaza "Centello", negro y de finas hechuras, codicioso y noble desde el principio. Y Fermín, dispuesto a todo, se volcó con ese toro. Y le cuajó, dice el Cossío, una de las faenas más señeras en la historia del viejo circo de la Carretera de Aragón.
Fue, en realidad, una lidia redonda, de principio a fin. Armonía en estado puro. Tan entregado estaba en el deletreo del pase natural que lo pasó un poco de faena. De ahí los cuatro pinchazos previos a un accidental y definitivo metisaca, eso sí, en lo alto. Cómo sería aquello que, pese a todo, el público exigió y obtuvo la oreja de "Centello". El paseo en hombros por las calles de la Villa y Corte duró hasta bien entrada la noche.
Anunciado a la semana siguiente con Manolito Bienvenida, el hijo del Papa Negro pegó la espantada, amparado en fantasmal parte médico. Fermín se negó entonces a torear, y las represalias, en los medios y en los despachos, casi acaban con su incipiente encumbramiento. Pero ya el golpe estaba dado. Ese mismo año iba a erigirse triunfador absoluto de las Corridas Generales de Bilbao, desde donde fue llamado para suplir repentinas ausencias. Y de ahí pa´l real.
Ascenso, boicot y despedida. Si en 1932, el año de "Centello", sólo alcanzó a hacer 22 paseíllos en la península, al año siguiente serían 51, 64 en 1934 y para el 35 quedó líder en corridas toreadas con 65, como Manolo Bienvenida y por encima de Domingo Ortega, la gran figura de la época. Ante esa situación, los toreros españoles, encabezados por Marcial Lalanda, decidieron cerrarle el paso, y con Fermín a todos los matadores, novilleros y subalternos mexicanos que en 1936 hacían campaña en la península. De nada sirvió que el gobierno republicano declarara que los permisos de trabajo de Armilla y los demás estaban en orden, la negativa a alternar con ellos fue tajante y, abruptamente, tuvieron que volver a nuestro país. La relaciones taurinas hispanomexicanas estaban rotas, situación que prevalecería ocho años largos, durante los cuales el toreo mexicano se consolidó con unos valores y un carácter propios hasta vivir su propia edad de oro. Al lado de Armilla, cimiento y ápice de la pirámide, iban a florecer personalidades del calibre de Lorenzo Garza, Luis Castro, Alberto Balderas, Jesús Solórzano, Silverio Pérez, Carlos Arruza, Luis Procuna…
Pero la historia de Fermín en España no termina con lo que Juan Belmonte denominó en 1936 boicot del miedo. Retornaría a aquellas plazas en 1945 y 46. Toreando ya poco pero con gran categoría, Y dándose su tiempo para cobrar en Sevilla uno de los poquísimos rabos otorgados en la Maestranza (03-05-45, alternaba con Ortega y Pepe Luis). Bilbao, por supuesto, le siguió siendo fiel. Como en los días de "Mocito" y "Arrempuja" de Juan Pedro Domecq (21-08-35). Y Barcelona, como cuando el rabo y las cuatro patas del noble “Clavelito”, de Justo Puente (29-07-34).
Toros célebres. En la capital mexicana no hay, ni de lejos, una trayectoria más impresionante que la de Fermín Espinosa Saucedo. No sólo llegó a sumar, entre 1927 y 1954, 157 paseíllos (136 en El Toreo de la Condesa, 15 en la México y 6 en Cuatro Caminos); además, obtuvo en ellas 42 rabos.
Vayan, como emocionado recuerdo, algunos nombres que remiten a toros inmortalizados por el arte y la sapiencia del maestro de maestros, desde su primera temporada hasta la de su despedida formal (03-04-49), más tarde borroneada por una inoportuna y brevísima reaparición, forzada por causas económicas y familiares que mejor será entregar al olvido: "Coludo", "Madrileño", "Hechicero", "Mexicano", "Algarrobo", "Zagalejo", "Petirrojo", "Pardito", "Arpista", "Hurón", "Tapabocas", "Jumao", "Embutido", "Chocolate", "Clarinero", "Consentido", "Pituso", "Nacarillo"…
Más aún: ganó cuatro veces la Oreja de Oro (1928, 32, 37 y 46), rivalizó con Domingo Ortega y pudo con él lo mismo en España y México que en Portugal y Perú, venció a Manolete cuantas tardes alternaron en plazas del DF, y su célebre pugna con Lorenzo Garza constituye el contrapunto mexicano a la pareja de José y Juan en la Edad de oro de la segunda década del s. XX.
Armilla. Sobrenombre torerísimo, que ha sobrevivido por cuatro generaciones y cuenta con varios representantes conspicuos en la historia del toreo (Juan, banderillero impar, Miguel, artista finísimo, Fermín IV, vigente promesa…); enunciado así, simplemente como Armilla, aludirá para los restos a Fermín, hijo del modesto banderillero del mismo nombre, cabeza de cartel en cualquier punto del planeta Tauro y el más grande de todos, sin discusión y entre admiraciones.