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Tauromaquia: Morante y su toreo profundo

Lunes, 25 Mar 2013    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna de hoy en La Jornada de Oriente
La feria de  Valencia –a cuyas fallas y falencias se ha referido con su lucidez de siempre Paco Aguado– traía bajo el brazo, como mensaje final, la faena más mexicana de Morante de la Puebla. José Antonio Morante Camacho, otro de los que hicieron invierno en México, se presentó pletórico en la corrida del día de San José, superó sin nada más que un pequeño corte en el pie el volteretón que le dio su primero cuando intentaba descabellarlo, y le cuajó al quinto –"Criadero", de Juan Pedro Domecq (523 kilos)– la faena de la feria. Dicen que el toro le gustó desde los corrales, y que por eso se descaró con él desde el principio, yendo de las tablas hasta más allá del tercio conforme desgranaba un fragante manojo de verónicas, tan suyas y tan bellas que bien podrían llamarse morantinas.

¿Y qué decir de las chicuelinas del quite? Pues quizá que el lance de Manuel Jiménez no podía haber encontrado un intérprete más fiel a su creador: un puro juego de luz con la masa negra del toro revoloteando en torno al capotillo rosa y gualda. Un quite, por cierto, que no fue quite, sino respuesta a las gaoneras de Daniel Luque, que se había atrevido a retar al poblense con más temeridad de la que se gastaría ante su lote, que fue el mejor (no por nada cortó esa tarde tres orejas, aunque alguna estuviese de más.)

A todo esto, si "Criadero" no sobresalía por clase sí lo hacía por nobleza. Y hasta por cierta continuidad repetidora, una vez que, tardeando lo suyo, se decidía a acudir al primer cite. Se evidenció en banderillas. Y también cuando Morante inició con ayudados por alto, tan pródigos en gracia como en ajuste, su faena. De todas maneras, la sensación era de un toro común,  francamente toreable.

Lo descomunal fue la manera de engancharlo a la pañosa del torero de la Puebla. De acariciarlo con trazos suavísimos, acompañando sus cansinos viajes con pasmosa naturalidad voz, cintura, cuerpo y muñecas en armoniosa conjunción no ya con "Criadero", con la totalidad cósmica, que en esto consiste la verdadera profundidad del toreo. A semejante entrega, a tal derroche de arte, correspondía la entrega del bicho. Y también la del público: esa fiebre espontánea que contadas veces suscita el toreo. Pero que, cuando llega, no se parece a la que despierta ninguna otra de las bellas artes, y cuando la relajación sucede al éxtasis, se traduce en esa expresión beatífica de tantos rostros, resaca feliz tras el estallido primordial.

La faena a "Criadero", casi toda sobre la derecha, el pitón bueno de un animal zaino, levantado de astas y con poco cuello, me recordó a la que Morante a "San Bernardo", aquel cárdeno de La Gloria que bordó en la México (27-11-06). En aquella ocasión, tampoco le hizo falta el corte de apéndices para inmortalizar el momento. Bien es verdad que esta vez la oreja –tras media tendida y dos descabellos se pidió con vehemencia, y que, una vez denegada por el juez, el clamor del público materialmente empujó al autor de la portentosa faena a recorrer el anillo con la misma sosegada y contenida felicidad que acababa de mostrar delante del toro.

Despejando un equívoco

El riquísimo vocabulario taurino, sujeto tantas veces a interpretaciones y reinterpretaciones antojadizas, no deja de tener zonas ambiguas, materia prima ideal para la discusión y la polémica.

En los últimos tiempos se le ha venido dando al vocablo "profundidad" un contenido estrictamente técnico –casi diría que materialista, como si solo cupiese cuando el diestro lleva ostensiblemente bajo el engaño y, por tanto, el viaje del animal. Y si se apela a la “hondura”, lo mismo puede tratarse de la estructura de un toro "hondo" –es decir, bajo de manos y de pecho y caja voluminosos, que del olé que se desprende de un tendido cautivado por la profundidad del toreo. Pero estos dos últimos son casos de adjetivación, cuando lo que aquí está interesando es la función sustantiva de la palabra.

Para mí, la profundidad tiene un efecto inequívoco, y es esa especie de hondo vacío en mitad del pecho que el artista comunica al espectador cuando de verdad siente lo que está haciendo, dueño ya de la embestida del toro, en total sintonía con ella y en pleno, incontenible trance creativo. Una especie de sincronía casi planetaria, rica en pulsaciones y sensaciones inefables. Sintonía-sincronía-sinfonía. Conmoción artística y no simple viaje raso de un capote o una muleta.

Imposible olvidar la expresión de Paco Malgesto ante el "hondo y profundo" trincherazo de Silverio. Hondísimo. De profundidad abismal. Sin olvidar la que alcanzaba Procuna en sus momentos estelares. Cuando bordaba, con cadencia y estilo incomparables, el toreo… por alto. Que dicen quienes lo vieron era también el que mejor caracterizaba –en ayudados barriendo lomos acompasadamente, en pases de pecho cargando y deteniendo el tempo de la suerte la genialidad intocable de don Juan Belmonte.

Eso por no hablar del toreo de capa, que también puede alcanzar instantes de enorme profundidad sin que las manos del artista vayan necesariamente bajas. Si las llevaron y trajeron así, en trazos hondísimos, Curro Puya, Jesús Solórzano, El Soldado o, de nuevo, Silverio Pérez, a Morante no le hace falta forzar nada para profundizar y ahondar el toreo. Como tampoco, evidentemente, a Manuel Jiménez, Pepe Luís Vázquez, Ordóñez, Paula ni Curro Romero.

Una observación similar podría hacerse respecto de los quites, empezando por la mismísima chicuelina, tan aladamente mecida por Morante, y antes por Camino y Martínez, y anteriormente por Luis Castro y –otra vez– Silverio Pérez o Manolo González. Nadie podrá decir, en cambio, que el barrido y notoriamente forzado lance de Chicuelo, en versión de Manzanares padre, comunicaba la profundidad estética de los anteriores.

Con lo cual, me parece, el tema de la hondura o profundidad en el toreo queda, si no cerrado, listo para la polémica que sigue.

Cincuentenario ilustre

Hablando de la influencia de México en algunos de los mejores toreros españoles, asunto necesariamente ligado a las largas campañas emprendidas habitualmente por muchos de ellos en nuestro país –al respecto se ofreció hace poco en este espacio ilustrativa muestra, aleatoriamente ubicada en el Año Nuevo de 1963, imposible no recordar lo sucedido hace justo cincuenta años, cuando, ante los famosos berrendos de Santo Domingo y en El Toreo de Cuatro Caminos, tuvo Paco Camino lo que él mismo llegó a considerar, en numerosas declaraciones, la tarde cumbre de su carrera.

Como sería casi herético dejar que pase inadvertida tal efemérides, considérese emplazado el lector para una glosa de la misma, y el ambiente que la rodeó, en una próxima columna.


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