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Los toreros jóvenes toman la Monumental

Lunes, 12 Nov 2012    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna de hoy en La Jornada de Oriente
Merece subrayarse el fenómeno porque en al menos dos décadas no había vuelto a producirse. Pero desde la temporada anterior, el protagonismo ha pasado, de los ases foráneos, cuya superioridad cualitativa y cuantitativa venía siendo apabullante, a la nueva generación de diestros mexicanos.

Si en la inauguración Diego Silveti lo fue todo –por encima incluso del lote menos malo de Xajay, vigentes otra vez la casta y el celo silvetianos en el capote y la muleta del desbordante torero de Salamanca, aunque su endeble espada volviera a traicionarlo–, en el segundo festejo les tocó turno a Arturo Macías y al Payo. Y ambos hicieron lo que había que hacer, se pudieron donde había que ponerse y aguantaron y mandaron; templaron, ligaron y remataron como había que hacerlo para que cayeran en sus manos las primeras orejas de la temporada. Merecidas ambas y ante una corrida de Barralva de irreprochable presencia, aunque, por desgracia, no mucho más poderosa que la inicial de Javier Sordo Bringas.
 
Doble redención. En el papel, el cartel se percibía más bien cojo, como si la madurez espléndida de Talavante no tuviera forma de encontrar oposición en los inciertos pasos recientes de Arturo y Octavio, desterrado el uno por sus desavenencias con el empresario y el otro por su caótica deriva de los últimos años, culminada de manera nefasta con estrepitoso fracaso isidril. Además, Barralva no acostumbra mandar chivos anémicos sino toros encastados, y la gente dejó muy enfadada la plaza el domingo anterior. Todo un paquete, pues.
 
Pero en los hechos, Macías se plantó confiado desde la aparición de “Principe”, que fue un animal blando y salió rodando del cuarto muletazo. Ya Arturo le había parado bien con el percal, y cuajado un ajustado quite por saltilleras. Y la faena la empezó en los medios con un péndulo al que, sin enmendarse, ligó una teoría de pases de costado alternados con otro cambio por la espalda. Pero el toro rodó, y pareció que el encanto se rompía. No fue así porque el hidrocálido demostró cabeza fría y pulso exacto. Madurez. Y su decisión de siempre. Para colocarse en el terreno preciso, llevar el engaño a la altura indicada y conducir el paso noble pero vacilante de “Principe” a la velocidad justa para, minimizando la demanda de esfuerzo, poderle ligar una faena derechista templada y torera. Ceñida sin encimismos y comunicativa sin demagogias. La estocada, atracándose, resultó efectiva. Y a sus manos fue a dar la primera oreja de la temporada.
 
Y si no cortó la del cuarto fue porque “Viejino” no tuvo clase y apenas daba medios viajes, punteando y defendiéndose siempre. En su empeño lo pasó un poco de faena, pero volvió a matar pronto y bien.
 
Otro Payo. A Octavio García la gente le impidió salir a saludar cuando, deshecho el paseíllo, sus alternantes fueron llamados al tercio. Pero ya se sabe, quien ríe último ríe mejor. Porque, con diferencia, suyo sería el mejor lote de Barralva, dos toros nobilísimos y repetidores, mejor “Cachetón” –tuvo más fuelle y recorrido– que el cierraplaza “Maitecho” –algo soso de tan pastueño. Lo importante es que El Payo se plantó ante los dos como antes de sus pasadas tribulaciones, y a ambos les bajó y les corrió la mano hasta redondear cada muletazo atrás de las corvas, en series largas y muy bien ligadas y rematadas. En plan de torero macho, hondo y serio. Lo que el Payo es y parecía haber dejado de ser. Lo que no hizo fue matarlos bien. Por pinchar al primero solamente saludó desde el tercio. Pero a “Maitecho”, pese a la estocada defectuosa y dos descabellos, le cortó la oreja. Los leves pitos que saludaron la concesión deben ser para él un acicate hacia la reconquista total de la primera plaza de América.
 
Barralva. La responsabilidad primera del ganadero es la presentación de sus toros. A diferencia de tantos colegas, los hermanos Bilbao enviaron a la México un encierro parejo y bonito, tan bien servido de carnes como de pitones. De fuerza, en cambio, no estaban sobrados. En los de mejor clase, eso se tradujo en excesiva lentitud de respuestas y movimientos; en los más ásperos, en calamocheos y protestas como respuesta a la incitación de los engaños. Y en todos, a primeros tercios limitados al ya habitual y nefasto puyazo único, de castigo más simbólico que real.
 
Sobresalieron los dos primeros y el lote de El Payo, bien aprovechados los cuatro, con arrastre lento para “Cachetón” ordenado por Chucho Morales en su debut como juez de plaza. Y hubo otro, el quinto, que es no sólo el más toro de los lidiados hasta ahora en la temporada, sino, sobre todo, el más áspero y geniudo de todos. El cuarto también resultó deslucido.
 
Ominoso silencio. Históricamente, la crítica taurina ha tenido esta función primordial: testificar, aclarar y dejar registro más o menos fiel de lo que ocurre en las plazas de toros. Y aunque cronistas y revisteros venales puedan haber incurrido, incluso en las mejores épocas del toreo, en toda suerte de desviaciones éticas y técnicas con fines inconfesables, el balance demuestra que la buena crítica  tuvo siempre una función formativa e informativa de primer orden. Pues bien, eso, en México, ha desaparecido casi por completo. Entre la proliferación de publicronistas y la progresiva reducción de espacios e interés por parte de las jefaturas de prensa, radio y televisión lo han casi desterrado, con las tristes consecuencias que conocemos.
 
Viene esto a cuento porque, el domingo 4, Alejandro Talavante cuajó con el quinto toro la labor más meritoria que se ha visto en la temporada. Pero como no fue una faena de relumbrón –ésta se la había hecho a su primero, perdiendo la oreja, una más, por pinchar–, y como la remató muy mal con la espada, pasó prácticamente de noche. No por culpa del público, que la siguió con vivo interés y subrayó con su aprobación los mejores momentos del arriesgado y magistral trasteo, si acaso del torero, que tras redondear una legítima gesta muleteril tornó a mostrarse como un vulgar pinchauvas. Es justamente ahí donde el cronista consciente de su función debe hacer acto de presencia. Si, hasta donde alcanzo a captar, eso no sucedió, será porque en México la crítica, como aquí se he venido señalando reiteradamente, está en camino de desaparecer. Y contra lo que opinen los superficiales, se trata de una pérdida gravísima.
 
Ese “Marinero” –un toro negro, fuerte y serio, con la edad a flor de belfo y una arboladura más que respetable– mostró sentido y genio desde la salida: remataba en los burladeros levantando la cara en busca de lo que escondían, echó las manos por delante a los capotes y se defendió lanzando ásperos derrotes a los engaños y al peto de del caballo, y terciándose y escarbando y probando mucho durante la faena de muleta. Una prenda. Y Talavante, que lo había pasado con un solo puyazo, se plantó con él desde el principio, y su faena fue un derroche de entrega y maestría a partes iguales. Todo lo que intentó tuvo contenido y consistencia de obra seria y sobria, porque ahí no cabían arrucinas ni improvisaciones felices. Un derroche de torería del mejor cuño: con la derecha logró incluso tandas soberbiamente templadas y ligadas; por el intocable pitón zurdo libró con reflejos una colada pavorosa y aún así insistió hasta cerrar la serie. Pero todo eso lo diluyó su deficiente espada. Y al final se retiró en silencio.
 
En eso, casi nada, quedó finalmente la cosa. Y en ninguna publicación encontré un eco acorde con el contenido real de tal faena. Como tampoco mención alguna del gesto ético de Talavante, que por segunda vez consecutiva enfrentaba barralvas en la México. Es decir, la clase de toros que las figuras extranjeras –y Alejandro lo es– sistemáticamente rehúyen torear aquí. Lo menos que tendría que hacer la crítica sana era enfatizarlo. Para poner en su debido lugar a uno y otros.
 
Antonio Sánchez “Porteño”. Una de las chispas que encendieron el fuego devorador de mi afición fue la faena de Antonio Sánchez al novillo “Indiano” de Valles Hermanos, que vi de chico en El Toreo de Puebla. Luego, ante la que asombrosa, inesperadamente le cuajó a uno de San Antonio de Triana con el que reaparecía al cabo de años en la México, la pregunta surgió con toda su fuerza: ¿cómo era posible que un torero con tanto arte y tan precisa técnica toreara tan poco, mientras hacían campaña y carrera tantos con inferiores merecimientos? Pero Antonio Sánchez continuó siendo una presencia intermitente, con hazañas como su puerta grande de Madrid en la isidrada de 1964, con luces y sombras tan pronunciadas que la pregunta se quedó sin respuesta.
 
Ahora, Antonio acaba de sacar a la luz un libro autobiográfico que tituló “Puerta Grande”, en recuerdo de la que le significó el faenón en Las Ventas al novillo “Ganador”, del Marqués de Albayda, aquel 31 de mayo de 1964. Y bien puede afirmarse que esta obra breve, un tanto caótica y desigual, pero escrita con un estilo personal y apasionado, compendia lo que Antonio fue como torero: un espíritu libre, inconstante, intenso en sus intermitencias y, sobre todo, dueño de una expresividad natural extraordinaria. Un regalo para ser agradecido por espectadores a los que el prodigio de su arte fue capaz de transformar en aficionados para toda la vida. Como en mi caso.


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