Sabido es que este país tiene en Zacatecas una de sus ciudades de más acentuado carácter humano y belleza formal. También que la feria taurina de este antiguo enclave minero –donde el plateresco mexicano ofrece, en cantera roja, sus muestras más preclaras, y se encuentran algunos de los museos más valiosos, completos y originales de nuestra nación– aúna carteles de toros de tronío a un ciclo de actividades taurino-culturales sin paralelo en América. Pues bien, este año, la organización que encabeza Juan Enríquez consiguió, de la mano de Juan Antonio de Labra, una programación de nivel incomparable, cuyas actividades estelares se centraron en torno a las fechas patrias, según daremos cuenta enseguida, con toda la brevedad del caso.
Primer tercio: el libro de Arévalo
Se titula explícitamente "Vida y lidia del toro bravo", y tiene un subtítulo absolutamente actual –"Ecología, ética y estética del sacrificio taurino"– y fue presentado a mediodía del miércoles 16 en el restaurante Arroyo, ubicado en el recinto ferial, por su propio autor, el ganadero y patrocinador de la obra Manuel Sescosse Varela, y este servidor. Es un libro deslumbrante, que me parece justifica plenamente el carácter de tratado –que le adjudiqué– sobre la génesis del toro como especie de combate, su caracterización como animal sagrado en las culturas mediterráneas más antiguas y clásicas, su protagonismo en fiestas y encierros populares a lo largo de los siglos dentro de la península ibérica, el desarrollo de su cría especializada y la lenta ascensión de la tauromaquia al toreo, desde el caos inicial hasta la codificación de la lidia en tres tercios, paralela en el tiempo a la de la moderna sala de conciertos y al teatro en el siglo de las luces (XVIII), con su unidad de tiempo y espacio, tan neoclásica, y sus tres actos preceptivos.
Todo esto, que Arévalo va desgranando con pluma inspirada y lucidez erudita, alcanza su cenit cuando expone cómo el toreo se metamorfoseó de prosa –la brega– en poesía –el toreo postbelmontino, lances y pases ligados como versos y tandas rematadas como estrofas–. Y desemboca en un rotundo discurso ecologista, que sitúa al toro en el centro de la dehesa –un ecosistema que sería impensable sin la existencia de las corridas y de ese depredador ritual que es el matador–, y lo entroniza como eje de una tradición absolutamente exclusiva y culta, al mismo tiempo presentación y representación, permanencia y transfiguración, fiesta y ritual, drama y arte que, a diferencia del teatro, se desarrolla cada día sobre un guion novedoso e inesperado. Y que difiere de los espectáculos deportivos de moda en que el coro –el espectador– tiene una participación libre y directa, cuyo saber y severidad lo apartan de la mera pasión mimética por el triunfo de un equipo, donde la victoria opaca toda referencia a la calidad del juego. Porque en la plaza el juego es a vida y muerte, y la víctima propiciatoria del sacrificio taurino (el toro), puede trocarse, en cualquier momento, por el propio oficiante del rito (el torero).
En mi intervención me permití formularle al lector una advertencia –el proceso que explica la evolución actual del toro se refiere solamente al caso español, diametralmente opuesto al del post toro de lidia mexicano–, y al autor esta pequeña inconformidad: Arévalo sugiere que la fiesta se defiende sola, dada su grandeza como arte y parte viva de la historia del arte. Personalmente discrepo, pues como los asiduos a esta columna saben, me parece urgente y necesario emprender una defensa decidida y organizada de las corridas y contra la censura que entre animalistas taurófobos, ecologistas despistados y políticos oportunistas insisten en asestarnos. Por lo demás, la lectura de este tratado de alta tauromaquia me parece esencial para el deleite y conocimiento del aficionado, y desde luego como arma de combate, inteligente y repleta de buenas razones, contra el furor antitaurino en boga.
Segundo tercio: la corrida
Desde el restaurante Arroyo nos trasladamos a la cercana Monumental de Zacatecas, que anunciaba el cartel estelar de su feria. Por desgracia, falló clamorosamente el encierro de Pozo Hondo –de buena presentación y recortadas cabezas, pero incierto y manso hasta la exasperación–. El único que medio obedeció a los engaños –"Seis Puertas", cuarto de la tarde– fue aprovechado por el debutante sevillano Pepe Moral para trazar interesante faena, en corto y muy bien pulseada, a la que correspondieron público y juez con una oreja de ley. Alguna más pudieron arañar Arturo Saldívar y Diego Silveti, de no ser por lo mellado de sus aceros. Destaca el mérito de la primera faena del hidrocálido Saldívar, exponiendo mucho, con aguante y temple, ante un animal de viaje corto y enterado.
Pero ha perdido el sitio con la espada, al grado que sus tres estocadas adolecieron de idénticos defectos: traseras, tendidas y caídas, verdadero chalecazo la que infligió al ilidiable y cegatón quinto. Regaló un novillejo de San Isidro y lo exprimió con total entrega, demeritada por la pobre presentación del animal. A lo largo de la tarde habían cosechado justas ovaciones el picador Luis Miguel González, el banderillero Diego Martínez y el infalible puntillero Antonio Reyes, ante tres cuartos de entrada en la Monumental.
Último tercio: Rincón el grande
La víspera, tras el despejo de plaza, se le había rendido sentido homenaje público al legendario torero. Pero el jueves 17 fue su día, durante la reflexiva conferencia del propio César "Luces y sombras", efectuada en el auditorio del museo que lleva el nombre de Manuel Felguérez, el insigne pintor zacatecano. Con enorme sencillez, cordial espontaneidad y unos conceptos que siendo muy profundos iba exponiendo sin asomo de presunción o autobombo, Julio César Rincón Ramírez –gloria de Colombia, de América y de la tauromaquia universal, a la que ha honrado como torero y como valioso ser humano– fue repasando, apoyado en un power point que incluye breves pero muy bien escogidas escenas en video, los avatares de una vida apasionante, desde los tiempos de infancia en Bogotá hasta su consagración como torero de Madrid, algo de lo que poquísimas figuras han podido ufanarse. Ineludible la referencia a sus seis salidas por la puerta grande de Las Ventas, las cuatro primeras coronando sus cuatro tardes de 1991 en la catedral del toreo, histórico suceso que ni tenía precedentes ni ha vuelto a ocurrir.
Lo extraordinario, más allá de los inmensos alcances taurinos de César Rincón –sin duda la última gran figura del toreo mundial nacida en América, el colombiano que siguió la estela de los Gaona, Armilla, Arruza y su tocayo Girón–, ha sido conocer su dimensión humana. La sencillez y al mismo tiempo la hondura con que, en uso de palabra fácil y sentida, fue relatando los pasajes de una vida dramática. Imágenes y voz recreaban sin la menor ostentación la pobreza del hogar paterno; la trágica muerte de su madre doña Teresa y de su hermana Sonia justo cuando él se encontraba por primera vez en España, en los inicios de una aventura incierta, sin nombre, oportunidades ni dinero, con nada más que su hambre y sus sueños; el aparente destino de torero regional al que parecía condenado tras la alternativa recibida de Antoñete una tarde de 1983, con apenas 18 años de edad y en la plaza Santamaría de Bogotá, hoy cerrada por la insidia de un alcalde antitaurino; la gravísima cornada –femoral y safena rotas– sufrida en noviembre de 1990 en la plaza de Palmira, en el Pacífico colombiano; y, tras su consagración como figura universal, los estragos de una hepatitis C –secuela de las transfusiones que le salvaran la vida en Palmira–, y, una vez curado, la difícil vuelta a los ruedos, el triunfo final y la apoteósica despedida.
También las razones de su doble conversión en ganadero –criador de los hierros de El Torreón en España y Las Ventas del Espíritu Santo en Colombia–, la incomprensión y el desdén hacia sus toros por parte de unas empresas atenazadas por las crisis económicas, los compromisos inconfesables y el extendido ataque taurofóbico. Y la esperanza de que sus dos hijos varones no le salgan toreros sino –lo que él nunca fue– buenos estudiantes. La grandeza, en fin de un espíritu inquebrantable y de un hombre y torero ejemplar.
Noventa minutos, que apenas se sintieron, duró esta exposición, a corazón abierto, con que César Rincón habló ante y para los zacatecanos. Y una eternidad la ovación que el público, puesto en pie, le rindió a tan insólito y relevante conferencista. En la ciudad, las fiesta septembrinas continúan, pero sin duda la culminación de las mismas –y aquí cabe también un aplauso sostenido y plenamente justificado para los tocayos Enríquez y Labra, y sus numerosos, atentos y muy serviciales colaboradores–, se había vivido en los días patrios y en estos tres tercios memorables, de los que solamente el segundo desmereció, por culpa del ganado.