Cualquier forma del arte reconoce diversos géneros, y cada uno de ellos variadas interpretaciones. También el toreo, al afirmarse como un arte en evolución durante su siglo de oro, como hemos llamado aquí al que transcurre desde que Juan Belmonte –y poco antes Gaona–, revelaran que la tauromaquia puede encerrar en su técnica y en su estética expresiones de un sentimiento poético.
Aunque con anterioridad a tal eclosión eran ya distinguibles estilos y tendencias –en dominadores como el Guerra y Ricardo Torres; artistas como Lagartijo y Fuentes; temerarios, como Frascuelo y El Espartero…–todo eso cuajó con nitidez hacia la segunda década del siglo XX. Y una cosa era el arte de torear interpretado a la manera desgarrada de los gitanos –Rafael El Gallo, Cagancho, Gitanillo de Triana–, otra el clasicismo señero de los Chicuelo, Márquez o Solórzano, y asimismo escribían historia grande dominadores de tanta prosapia como Armillita y Domingo Ortega, por no hablar de artistas inclasificables como el tapatío Pepe Ortiz –creador de lances y quites de belleza musical–, La Serna, la célebre pareja Garza-El Soldado o el texcocano Silverio Pérez.
Y eso que aún estaban por alumbrar sus personales versiones del arte los Calesero, Manolete y Procuna, los Vázquez Pepe Luis, Pepín y Manolo, los Bienvenida en España y los Tres Mosqueteros en México; o, en la línea del dominio integral, Carlos Arruza y Luis Miguel Dominguín, como en la del más refinado clasicismo los Ordóñez, Silveti, Leal, Antoñete, Camino, Viti, Martínez, mientras dejaban una huella no menos indeleble el lusitano Manuel dos Santos y el caraqueño César Girón…
El resto es historia conocida, incluida la populachera heterodoxia de El Cordobés y todo lo que ha venido después. Y que, entre nosotros, ha desembocado en la fatalidad del post toro de lidia mexicano, desprovisto ya de los genes que trasmitieron su casta y bravura a centenarias generaciones bovinas. A estas alturas, todo mundo tendría que reconocer que atentar contra el toro atenta contra el presente y el futuro del arte de torear, que si no es capaz de remover emociones hondas, queda en nada.
Encimistas y toreógrafos
Por esos azares que tiene la historia, la de la Plaza México está flanqueada con nitidez por dos modalidades parecidamente discutibles: el encimismo, que tras alborotar a las masas a fines de los años 40, ha vuelto con el nuevo siglo en su versión más acabada, y la toreografía, desarrollada en España hacia los 80-90 como compensación a la escasez de emociones derivada del resurgir de un toreo enhilado de herencia manoletista, que la generalizada sosería del ganado y constantes enmiendas y nuevos cites hacían aún más tedioso. Lo que el Monstruo de Córdoba realizaba con estoica quietud, en los toreógrafos tendía a derivar en habilidosos deslizamientos y poses de pasarela.
Qué es la toreografía
Copio del ensayo que dio a luz el controvertido vocablo, publicado en el último de aquellos memorables Anuarios Taurinos, creados y dirigidos por Leonardo Páez: "Increíblemente, las cotizaciones en alza dentro del mercado taurino no tienen ya mucho que ver con el asentamiento de plantas, la cercanía de las astas, la lentificada templanza en el remate de cada lance o muletazo ni el enlace, la ligazón de los mismos… Lo que priva es la búsqueda del aplauso fácil a través de una tauromaquia de inspiración básicamente coreográfica –por eso la he llamado toreografía– obsesionada en las posturas hasta rayar en lo cursi, ampulosa en los cites, cuidadosa de embarcar oblicuamente las embestidas con el pico de una inmensa muleta o el vuelo exterior de monumental capote, mientras ofrece como coartada ese adelantar la pierna presuntamente ¡tan clásico!, que lo que en realidad logra es un desvío hacia afuera del viaje de la res, procedimiento muy útil para eludir cualquier posibilidad de hondura y ceñimiento, las conquistas más auténticas del verdadero arte de torear… Asistimos, pues, al desarrollo de una tauromaquia rica en contoneos, rítmica en la sucesión de imágenes, hábil en su rápido deslizamiento de zapatillas y el avispado reclamo de aplausos con la muleta plegada en la cadera y la espada apuntando desafiante al pobre toro –pobre en todos los aspectos…"
Dicho ensayo termina así: "Esa es, por ahora, la tauromaquia imperante. Y durará tanto como dure la falta de un torero con el sello, el carácter y las luces –no las del terno, las del espíritu– que hagan falta para escuchar la llamada del arte de torear en lo que tiene de desafío a la inteligencia y la creatividad, pero también de suave, morosa, ensimismada pasión". (Reiba, Horacio; 50 años: entre el encimismo y la toreografía; Anuario Taurino de México 95-96, p. 61).
Apoteosis toreográfica
Al reaparecer Enrique Ponce en La México, sus fieles seguidores casi cubrieron medio aforo. Resultado: que suscitase tal alboroto una faena de oreja, la primera del celebrado maestro tras dos y medio años alejado de Insurgentes, que el otorgamiento de dos apéndices se impuso por unanimidad. Sin ser un gran toro, “Liberador” dio, adecuadamente sometido, bastante juego. Con todo, media faena transcurrió apresurada, con enmiendas y enganchones de más –sobre todo cuando probó con la zurda–, quizá porque el de Teófilo acudía sin malicia pero con cierto picante: aun así, los olés resonaron con fuerza.
Y cuando, atemperada ya la embestida, Enrique ofreció un toreo más sosegado, en tandas derechistas de impostada elegancia y redondez, la plaza se vino abajo. Al final, tras una apurada versión de la poncina, el fulminante estoconazo provocó emotiva muerte y una frenética nube de pañuelos se apoderó del coso: no cesó hasta que Ruiz Torres no hubo concedido las dos orejas, paseadas por el ídolo entre febriles aclamaciones. Tanta era la euforia que coló indebido arrastre lento a los restos del torillo.
¿Qué había sucedido? Simplemente que la sugestión le ganó a la razón, y el deseo de ver triunfar a Ponce se impuso a cualquier pretensión crítica. De ésas que prácticamente han desaparecido de La México. Como para confirmarlo, cuando le salió a Enrique un toro incómodo y protestón como el cuarto, ideal para poderle y lucir maestría, el valenciano depuso las armas y abrevió de cualquier manera. No obstante, y a pesar de lo bajo de la estocada, no dejaron de aplaudirle.
Oreja a Juan Pablo Sánchez
Lo de Teófilo Gómez salió como era previsible: descastado, débil y soso, para desazón de los Juanpablos Sánchez y Llaguno. El confirmante, que como Fermín IV se ha doctorado antes de completar una trayectoria novilleril coherente, evidenció su buen corte pero también su novatez. Lo mejor, el torerísimo inicio, rodilla en tierra, de su segunda faena. En ambos saludó en el tercio. Y el hidrocálido, machacón toda la tarde y siempre muy templado, aunque excesivamente derechista, estuvo por encima de los suyos –tres inválidos, contando al inevitable obsequio–, y cobró, de últimas, la oreja que con tanto ahínco había buscado.
A caballo, Emiliano Gamero abrió plaza con un Rancho Seco escaso de celo. Exhibió excelente monta y un plausible dominio de la moderna escuela de rejoneo pero escaso tino al matar. Lo llamaron al tercio.
Tlaxcala invita
El instituto Tlaxcalteca de Tauromaquia, dependiente del gobierno del industrioso estado vecino, ha continuado sin pausa la labor de apoyo y promoción de la Fiesta, esta vez convocando a una serie de charlas y mesas redondas como la que, en el marco del “Congreso nacional: La Tauromaquia y el Periodismo”, va a tener lugar el próximo fin de semana en el emblemático Teatro Xicoténcatl de la capital del estado. Servirá para homenajear a Mario Torres Calleja "Mayito", destacado fotógrafo taurino de México.
La invitación es para las 17:00 horas de este viernes 30, en el Teatro Xicoténclatl, de la hermosa capital del estado. Con el joven espada tlaxcalteca Sergio Flores como moderador, trataremos diversos aspectos del tema los colegas Jaime Oaxaca, Carlos Yarza, Juan Luis Cruz –de esta casa editorial– y Horacio Reiba, con el encargo de analizar sucintamente el peliagudo asunto de "La ganadería brava en la actualidad". Asistirá, seguramente, la crema del taurinismo y la ganadería tlaxcalteca, cuyo largo protagonismo ha sido fundamental en la historia taurina de México.