No abundaré en lo consabido: la alcaldada de Gustavo Petro, apoderándose de la Santamaría y jurando que no habría nunca más corridas de toros en la ciudad que tan “democráticamente” gobierna, la huelga de hambre de los ocho novilleros colombianos como la mejor y más heroica y eficaz respuesta al expolio del exguerrillero devenido alcalde, las "compasivas" y "civilizadas" provocaciones de los antitaurinos, el fallo de la Corte Constitucional de la República, ordenando restituirle a Bogotá ese elemento de su patrimonio cultural que ha sido y es la tauromaquia, el pataleo y renovadas amenazas del alcalde… Y el compás de espera que se ha abierto, pues si bien los magistrados dispusieron un plazo de seis meses para resolver la licitación del coso –cuyo difunto constructor donó a la ciudad precisamente para que se escenificaran en él de funciones taurinas--, no está clara la ruta a seguir ni los responsables concretos de aplicarla.
Aunque el Concejo Municipal de Bogotá acaba de votar en el mismo sentido que los custodios del constitucionalismo, el entuerto, pues, permanece en vilo. Tanto así que los exhaustos novilleros en huelga de hambre van a mantenerla en tanto no se den pasos concretos para restituir la legalidad y devolverle a Bogotá su fiesta de toros. Una actitud que los enaltece, y que habría hecho falta en Caracas y Quito, con dos cosos taurinos de primer orden, de los cuales se vieron arbitrariamente privados los ciudadanos por autoridades supuestamente muy socialistas, antiimperialistas y de avanzada.
Vientos cruzados
Si bien Salvador Boix, el músico catalán, apoderado hasta hace poco de José Tomás, ha expresado su beneplácito ante el laudo de la Corte Constitucional de la República, e inclusive lo menciona como un parteaguas cuya influencia podría incluso llegar hasta Barcelona –demasiado optimismo el suyo—, hay en su misiva al doctor Felipe Negret, presidente de la Corporación Taurina de Bogotá, un señalamiento fundamental: la condena de quienes, en diversos países, y amparados en una ideología supuestamente progresista y de izquierda, han tomado a la fiesta brava como cabeza de turco para fortalecer sus posiciones políticas, eludiendo los temas sociales, humanos y ambientales a los que realmente debieran abocarse, para hacerle creer al sector más ingenuo pero también más numeroso del electorado que abolir la tauromaquia representa un paso moralmente indispensable para las sociedades del siglo XXI.
Este nexo entre progresismo y antitaurinismo no es por supuesto inevitable, como tampoco su contrario, es decir, la identificación automática del quienes gustan de los toros con posiciones ideológicamente conservadoras. Que el PP se declare en Madrid favorable a la tauromaquia –aunque en los hechos, sus pronunciamientos sean un brindis al sol--, y que entre los actores de la fiesta haya predominado, a través de la historia, una franca filiación derechista, más que resolver el problema contribuye a enturbiarlo, salvo para esas mentalidades superficiales y acríticas, que, por desgracia, pululan a lo ancho y largo del espectro político.
Porque quien acepte a la tauromaquia como un arte con todas sus letras –incluso más que eso: una estética que encierra una ética rigurosa, y un rito fundido a un mito, esto es, una tradición vigente y viva--, tendrá que reconocer a los aficionados a este hecho cultural como sujetos de derechos inalienables. Aplicarles la censura a esa tradición y a sus seguidores es, esto sí, un acto que cercena libertades y entra en contradicción flagrante con el espíritu de la democracia, entendida como paradigma y como forma de convivencia, de estado y de gobierno.
Y es que las modernas democracias liberales, con todas sus imperfecciones, si en algo se reconocen es en la voluntad de expandir las libertades y derechos del ciudadano. Son los gobiernos autoritarios y los estados totalitarios los que persiguen disidencias y –aduciendo precisamente razones de estado—se dan a sí mismos licencia para dictar restricciones, suprimir oposiciones y, consecuentemente, aplicar con prodigalidad la censura.
En esta lógica –que me gustaría ver refutada desde posiciones verdaderamente progresistas, humanistas e igualitarias--, la fiesta de toros no pertenece a derechas ni izquierdas, mucho menos fomenta ideologías, perturba mentes infantiles o incita a la violencia, como invocando información del FBI (¡vaya!) argumentan algunos. Para eso nos basta y sobra con el futbol americano, la mayoría de los contenidos noticiosos y televisivos, o el intervencionismo y destructividad atroces de ciertos gobiernos “democráticos”, tan violatorios de los derechos humanos como las peores dictaduras. Incluida, por supuesto, la que en España instauró Francisco Franco, equivocadamente tenido por algunos como promotor de la tauromaquia, a la que si acaso habrá utilizado en momentos determinados --nunca tanto como al futbol--, con fines innegablemente aviesos.
Atrevida es la ignorancia
Entiendo que estas aseveraciones no dejarán de provocar escozor en quienes se dicen y sienten antitaurinos, a derecha o izquierda, bien o mal intencionados, pues de todo hay en el creciente conglomerado taurofóbico, tan conectado a las redes sociales. Los de mentalidad más abierta y avanzada ven en la tauromaquia vestigios de un mundo envejecido y al mismo tiempo envilecido, responsable del caos que actualmente atenaza al planeta. Desde la otra perspectiva, la de los partidarios de la globalización neoliberal, acabar con peculiaridades culturales exóticas --nocivas e inadecuadas per se--, forma parte del ideario de lo políticamente correcto, y responde a dictados del pensamiento único de raíz anglosajona, y a la necesidad de sentirse parte de una ilusoria "modernidad", marcada por la tecnología y el consumismo .
Sería interesante que ambas posiciones pudieran confrontar sus argumentos con los del taurófilo inteligente, reflexivo y sensible. Situados --los que sean capaces de ello--, en un plano de tolerancia y respeto mutuos, terminarían por aceptar la validez de algo que no han tenido oportunidad de conocer, degustar ni mucho menos comprender, pero que a nosotros nos nutre el espíritu con la plenitud propia de las bellas artes, todas ellas minoritarias y, sin embargo, cada una depositaria de rasgos y valores esenciales para mejor amar, saborear y entender la existencia.
En defensa de la ecología
Entre las gracias que todos, pros y antis, debemos a la fiesta de toros –la auténtica, no su caricatura—está el mantenimiento de ecosistemas naturales que de otra manera se perderían. Sin corridas de toros, desaparecerían asimismo las diversas variedades o encastes del “toro de lidia”, con toda su majestuosa y singular apostura. Y con ello el exclusivo carácter, fenotípico y genotípico, que ha hecho de este bóvido una especie privilegiada, tanto por la buena vida que ha sabido procurarse y procurarle a su entorno ambiental, como por el destino final de su crianza, representativo de la supervivencia de una tradición de insólitas bellezas, que es también el último rito sacrificial en el que una fracción pequeña pero significativa de la cultura