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Desde el barrio: Se llamaba "Duda alegre"...

Martes, 27 Sep 2011    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
…Y el ganadero, los veedores, el azar del sorteo y, por último, los banderilleros de Serafín Marín quisieron que fuera el último toro estoqueado en la casi centenaria Monumental de Barcelona. Cuando rodó por la arena, ese cuatreño de El Pilar quedó convertido en el símbolo de una derrota: la de la sensibilidad ante la sensiblería, la de la universalidad del arte ante el provincianismo de la cerrazón.

En su arrastre, a medida que su más de media tonelada iba surcando el ruedo se abría también la espita a toda la tristeza contenida. Serafín Marín, un raro ejemplar del manual catalanista, torero y proscrito por la política de quienes se llaman demócratas, rompió a llorar igual que lo hicieron siete lustros atrás muchos paisanos camino del exilio. Y miles de personas bajaron al ruedo para deambular encogidos por la escena sagrada y recoger un puñado de candente arena como penoso recuerdo, como las cenizas de un ser querido al que nunca se ha de volver a abrazar.

Se llamaba "Duda alegre" y murió en tarde de triste certeza, la del punto final a seis siglos de  toros en Cataluña. Aunque la esperanza sea lo último que se pierda, aunque aún sigan vivas algunas iniciativas apremiantes y tardías, aunque nuestro corazón siga romaneando bravamente contra el peto de la evidencia, la suerte está echada.

La muerte de "Duda alegre" fue la muerte de todos los toros de esa larga historia del toreo catalán que quieren enterrar. Y el final de un fin de semana de funerales y exequias muy a la "gringa", con cánticos y fiesta, que hasta en eso, en la ausencia de luto y dolor, de respeto y honores a la muerte, tanto nos diferenciamos los latinos de esos anglosajones a quienes parodian estos falsos catalanes.

Hubo triunfos, salidas a hombros multitudinarias, gritos en las calles, todo un derroche de pasión en el fin de semana barcelonés. Como si quienes por última vez llenaron aquellos tendidos se esforzaran en obviar que se trataba de la última vez que en aquel recinto se verificaba el rito mágico y milenario de la tauromaquia.

Había quien se negaba a creerlo agarrándose a esas últimas tentativas de salvación, porque es cierto que, antes de cantar el réquiem definitivo, quedan aún por resolver algunas incógnitas: la resolución del Tribunal Constitucional al recurso del Partido Popular contra la maldita ley catalana, la Iniciativa Legislativa Popular que se quiere presentar al Congreso para proteger, retroactivamente, la fiesta de los toros en toda España o la fijación de indemnizaciones por la prohibición, que de ser tan alta como se pretende debería hacer recular a un gobierno catalán maniatado por la crisis económica.

Pero no cabe hacerse demasiadas ilusiones: si los engallados nacionalistas se niegan a acatar otras resoluciones contrarias del TC en asuntos aún más importantes, no harán una excepción con su repudiada tauromaquia; a la ILP, sin apenas ayudas de los estamentos profesionales del toreo, le quedan aún más de 200.000 firmas y apenas dos meses para llegar al Parlamento, donde ya veremos si es aceptada y si gana en las votaciones de sus señorías; y la casa Balañá, tan enigmática en todo este asunto, ya ha avanzado que no solicitará ningún tipo de indemnización por cese de negocio, tal vez por defender sus otros negocios (varios de los mejores cines y teatros de la ciudad) de las iras de la dictadura catalanista. Que nadie espere milagros.

Ya no caben más lágrimas. Sólo tomar nota de los errores, de lo que hicimos mal y de lo que dejamos de hacer en un proceso que viene de muy atrás, desde hace más de tres décadas que, desde la impunidad y con el mundo del toro mirando hacia otro lado, han servido al nacionalismo catalán para preparar el escenario del feo melodrama vivido el pasado domingo. Más que nada, para que no vuelva a suceder.


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