Murió Mario Vargas Llosa. Novelista, escritor versátil, taurino, pero sobre todo un pensador comprometido con la defensa de la libertad. Un hombre que entendió, con lucidez y coraje, la dimensión ética y estética de la tauromaquia. Para él, las corridas de toros nos enseñan "para qué, por qué y hasta cuándo estamos aquí; lo perecedera que es la vida y cómo, gracias a que es finita y limitada por la muerte, ella no es una rutina aburrida y catatónica, sino una Aventura tan intensa y prodigiosa como fugaz". Una cita que también describe a Vargas Llosa como personaje, porque no cabe duda que su vida fue una odisea apasionada y portentosa.
Tuve la oportunidad de conocerlo en el 2012. Estaba en gira presentando su novela "El sueño del celta". Por ese motivo, visitó la Universidad de Warwick, donde yo cursaba mis estudios de doctorado. Al término de su conferencia, me acerqué a que me autografiara algunas de las novelas que cargaba conmigo. Cuando estaba firmando los libros, me acordé haber leído que José Miguel Arroyo "Joselito" decía que Vargas Llosa era la única persona a la que le había pedido un autógrafo. Se sorprendió cuando se lo comenté. Eso dio pie a una breve charla sobre toros y literatura.
Mario Vargas Llosa escribió varios ensayos taurinos. Quizá los más relevantes son "La capa del Belmonte" (El País, 2 de noviembre 2003) y "Monólogo del toro (frente a José Tomás)", en Diálogo con Navegante (Espasa, 2013). Pero, para mí, sus libros más importantes en la defensa de la tauromaquia son "La llamada de la tribu" (Alfaguara, 2018) y "La civilización del espectáculo" (Alfaguara, 2012).
En "La llamada de la tribu" reconstruye su itinerario intelectual: de la fascinación revolucionaria al descubrimiento de la libertad individual como principio supremo. Para Mario Vargas Llosa, el liberalismo no es una simple ideología, ni un sistema económico. Es, ante todo, una forma de estar en el mundo, una manera de vivir sin miedo a la diferencia, sin odio al disenso, sin alergia a la complejidad.
A lo largo de sus páginas dialoga con los pensadores que moldearon esa conversión: Hayek, Popper, Aron, Berlin, Ortega, Revel y Adam Smith. Todos, desde distintos ángulos, coinciden en algo: la defensa de una sociedad abierta, en la que nadie puede imponer a otro una forma única de vivir, de sentir, de expresarse o de crear.
En ese marco, la tauromaquia no es un capricho anacrónico, sino una expresión de libertad cultural. Es la afirmación de una sensibilidad estética, ética y simbólica que no pretende imponerse, pero tampoco claudicar. Vargas Llosa no defendía los toros porque fueran populares, sino porque representaban esa libertad de elegir aquello que conmueve, incluso si incomoda a otros.
Como buen liberal, sabía que la pluralidad es el alma de la democracia, y que donde todos piensan igual, alguien está prohibido de pensar distinto. Por eso, cada vez que defendió la tauromaquia, lo hizo desde el corazón de su filosofía política: rechazar toda forma de censura, incluso la que se disfraza de compasión o de progreso.
Para él, el debate sobre los toros no era una disputa entre bárbaros y civilizados, sino entre los que respetan la libertad y los que quieren moldear al mundo con el patrón estrecho de su moral privada.
En "La civilización del espectáculo", Vargas Llosa denuncia la banalización del arte, la literatura y la cultura. Es una durísima radiografía de nuestro tiempo en donde expone el mayor mal que aqueja a la sociedad contemporánea: la suicida idea de que el único fin de la vida es pasársela bien.
Vivimos en una época que busca que todo sea cómodo, superficial, indoloro. La tauromaquia, en cambio, exige coraje, silencio, temple. El toreo, dice Vargas Llosa, no oculta la muerte: la mira de frente y la convierte en arte. El escritor peruano no solo reivindica la estética de las corridas de toros, sino que la enaltece como pilar ante la banalidad.
Por ello afirma: "…del empeño primordial de arriesgar la vida no solo para mostrar arrojo y valentía sino principalmente para producir belleza, unas imágenes cuya delicadeza, elegancia, destreza y armonía no eliminan la violencia, pero sí la subliman y trastocan en arte".
Mario Vargas Llosa fue un torero del pensamiento: expuesto, valiente, fiel a su estilo. Su figura queda como una lección frente a los dogmas, y su ejemplo, como una invitación a vivir con libertad, también en lo taurino.
Su defensa de los toros no fue populista: fue una estocada lúcida y gesto firme contra la intolerancia.
Hoy que lo despedimos, sabemos que no solo fue un defensor de la literatura: también luchó por el derecho a torear, a disentir, a elegir. Por eso, que suene la música y que Dios reparta suerte.