Veinticinco años después de la muerte de Manolo Martínez, su figura adquiere un cariz especial quizá porque el tiempo permite mirar los acontecimientos desde una perspectiva más panorámica; es decir, con una "distancia histórica" que pone en relieve su trascendencia para la Fiesta de México.
Hablar de Manolo es hablar de toda una época; de una forma de sentir y vivir; de una personalidad tan recia que todavía hoy genera polémica y motiva interesantes reflexiones sobre técnica o estética, y hasta genética ganadera o política taurina.
Martínez se convirtió en el gran ovillo donde el hilo del toreo mexicano enroscó sus más finas vueltas.
Porque si Rodolfo Gaona cinceló el primer modelo de un artista, y Pepe Ortiz consolidó aquel viejo sueño de Ojitos, figuras posteriores como el sabio Fermín Espinosa "Armillita", y su concepto integral de la lidia; Lorenzo Garza, con su inmensa personalidad; Carlos Arruza, con su indómito carácter, o Silverio Pérez, con su sentimiento a flor de piel, el toreo mexicano desembocó en la dimensión de trazo de Manuel Capetillo, que más tarde dio paso a Manolo Martínez, el elemento aglutinador del proceso de consolidación de una tauromaquia con sello propio.
Su aportación al toreo tiene que entenderse desde adentro, porque Manolo fue un mandón que impuso su ley; un hombre que fundamentó el éxito en aquella controversial arrogancia que lo llevó a afirmar: "¡El arte soy yo!", parafraseando al autoritario Luis XIV, el Rey Sol, con su famosa frase "El Estado soy yo".
El problema de Manolo fue que murió a los 50 años, cuando todavía tenía mucho que hacer en este mundo, sobre todo en su interesante faceta como ganadero. Sin embargo, como todo dictador que se precie, su mandato tuvo aspectos negativos.
La obsesión por el poder lo llevó a avasallar en más de una ocasión, y fue entonces cuando la ética profesional que debía imperar se convirtió en abuso. El hecho de que su mandato no tuviera un real contrapeso, obligó a cargar la balanza hacia un lado y otras figuras contemporáneas prefirieron emplear fórmulas similares de operación, que pudieran coexistir en el tablero de aquel intrincado ajedrez taurino en el que Manolo jugaba con blancas.
La herencia del caos que sobrevino tras su muerte, todavía se encuentra en los estertores de una larga agonía. Y digamos que, a su manera, pero también Manolo, en los primeros años de los noventa, vislumbraba un panorama desolador para el espectáculo. Quizá por ello se dio a la tarea de encontrar y promover nuevos valores, curiosa ironía habiendo tapado a otros en su momento.
Veinticinco años después, los martinistas lloran su ausencia mientras su recuerdo ha adquirido un valor muy significativo, y permanece indeleble a través del imponente liderazgo que alguna vez ejerció aquel inolvidable mandón, dueño de un sentimiento torero y un arte que caló muy hondo.