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Desde el barrio: "El temple está aquí"

Martes, 28 Mar 2017    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
...que en cada conversación, en cada matiz, destilaba esa torería...
Sigue el trágico goteo de este ya maldito 2017. No hace ni dos semanas que se fue Chucho, el de México, y ahora nos deja Manolo, el de Gines, Cortés de apellido y valiente de concepto. Porque hace falta mucho valor para torear a compás, como él lo hacía, para manejar los trastos con la cadencia y el criterio que atesoraba en forma y fondo este otro gran referente que volvemos a perder.

Igual que con las muchas corridas de Miura que mató en Sevilla, Madrid o Pamplona, también él estaba lidiando despacio, sin alharacas, con ese cáncer de páncreas que le marcó un  repentino final de faena. Manteniendo la compostura de siempre, aun a sabiendas de que no iba a tener tiempo para escuchar siquiera el primer aviso.

Pero, como siempre, nos quedan el recuerdo y sus palabras, la sabiduría de quien no llegó a ser la gran figura que todos esperaban pero que en cada conversación, en cada matiz, destilaba esa torería añeja y reposada que se va perdiendo en esta era de las prisas donde pretende que hablemos de toros con reducidos caracteres.

Cortés era de lo que sabía que, como algún día sentenció Tinín, no se puede ser aficionado por internet, pues el toreo, en la palabra, también pide poso y reposo para entenderse. Así que tuvo que ser en una de las cada vez más raras tertulias "presenciales", concretamente en una de las muchas que permite el dilatado horario de los toreros en América, en la que el maestro Cortés aprovechó para volver dejar su honda huella de tímido sabio.

Como si hubiera sido ayer mismo, la memoria se retrotrae feliz a la víspera de uno de esos maravillosos –y necesarios– festivales del recuerdo que se organizaban en el esplendor taurino de Quito, donde se anunciaban un puñado de “viejas glorias”, sí, pero todavía capaces de pegarle media docena de sabrosos pases a un eral con el que dictar su penúltima lección práctica.

Llegada la sobremesa de una simpática comida, sin nada peor que hacer en toda la tarde, surgió inevitable la charla distendida y profunda sobre nuestra pasión. Y entre las copas, al tintineo de los hielos, brotó de repente el debate, eterno y nunca resuelto, sobre el temple. Palabra mágica, concepto manido en la apariencia pero al alcance de pocos en puridad.

Sus antiguos compañeros de fatigas, acostumbrados a otras peleas, tomaron rápidamente la iniciativa y el protagonismo en la charla. Y para llevarse el gato al agua, obedeciendo a esa misma ansiedad que mostraban en la plaza, los gladiadores dialécticos se quitaban la palabra con vehemencia, queriendo imponer su aguerrido criterio sobre un asunto, si no ajeno, al menos poco habitual en su tauromaquia.

La conversación tomó el aire revuelto de un arrebatado y efectista tercio de quites entre dos, mientras que Manolo Cortés, en silencio, observaba el duelo con una esbozada sonrisa, mitad sarcástica, mitad comprensiva. Reclinado pausadamente en las tablas de su asiento, puede que esperara su turno para meter el capote y mecer la verónica en la que en realidad no era su guerra, en un contexto en el que sus palabras hubieran sonado como un aria de ópera en un guateque.

Pero como nunca le dejaron, resignado y también contento de no ser reclamado a aquella riña, me miró, guiñó un ojo, giró la palma de la mano hacia arriba y se señaló la muñeca, justo allí por donde pasan las venas de la vida que otros se cortan, donde se toma el pulso a los latidos del corazón.

Y, sin levantar de la piel su nervudo índice de torero, el maestro dejó caer, entre el vano griterío, una frase susurrada. Una clave para minorías que fue como un lento pase del desprecio a quienes nunca podrían entender el secreto: "Olvídate, el temple está aquí".

A la mañana siguiente, nada más terminar el paseíllo del festival, una figura magra y discreta como una sombra se deslizó rápidamente tras el primer burladero que encontró en el callejón de Iñaquito, justo enfrente del bullicio de capotes. Llevaba, como todos, sombrero de paja y gafas de sol, pero más por discreción que por resistir el duro latigazo del sol del equinoccio.

El desconocido espectador permaneció allí escondido, irreconocible, apenas asomando su fija mirada sobre la arena, hasta que, estoqueado ese primer novillo, se fue de la plaza con el mismo sigilo con el que entró. A José Tomás sólo le interesaba ver, aquel mediodía ecuatoriano, el mágico juego de las pausadas muñecas de Manolo Cortés. Allí donde latía su temple.   


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