Especial: Adiós, gran torero y buen amigo
Martes, 13 Dic 2016
Galapagar, España
José Carlos Arévalo | Foto: LM
La amistad no la mide el tiempo ni la distancia. De Manolo me saparaban miles de kilómetros y, todos los años, nos hablábamos sólo un par de veces por teléfono, la última hace dos semanas. Pero eramos amigos de verdad. Lo sabía él, lo sé yo. Un día nos encontramos, creo que en Pastejé. Nos miramos, cruzamos unas palabras y ya. Éramos amigos: de verdad. Pasó el tiempo y nos reencontramos como si hubiera sido ayer. La amistad no necesita palabras.
Ciertamente con los toreros –él, torero; yo, aficionado– sólo hace falta mirarse. Basta una mirada tras haber descubierto la embestida de un toro o tras la tunantería de un torero que debería haberse puesto de verdad. Los cabales se reconocen en silencio.
Luego vino la generosidad. Manolo nos abrió su casa en Aguascalientes, a mi mujer y a mí. Luego yo le abrí la mía en Madrid, a su mujer y a él. Una confesión: yo en México me siento en España y en su casa, en la mía.
Cómo no, nos unió el toro. No tuve la suerte de verle de luces, le ví en su campo, de corto. Fue en un tentadero alborotado por el viento. Y además la vaca era tan violenta como brava. Naturalmente, Manolo se cabreó en silencio: quería verla.
Cuando el torero de turno dio por terminado el trance, bajó al ruedo, pidió una muleta y abrió a la revoltosa para darle ventaja. Cite de mano baja, casi con media muleta, dos cojones. Vendaval y ni un solo toque. Aguante. Y el natural mecido, hondo, casi recortado en el remate para que Eolo no se enfadase. Y luego más, cada vez más templados los naturales, más largos, más ligados, con el viento acobardado y ausente. Torerazo.
Torero, amigo, tengo el alma partida.
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