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Desde el barrio: Ya llega el día

Martes, 26 Ene 2016    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
Ciento veinte horas quedan, en el momento en que aparecen estas líneas, para que sus zapatillas de lazo dejen la primera huella sobre la arena de la Plaza México. Ya llega el día más esperado, la fecha en que, por primera vez en esta Temporada Grande, los tendidos de Insurgentes se van a ver colmados de público: más de cuarenta mil corazones dispuestos a latir al tiempo con la sinceridad del torero de Galapagar.

Por eso debe ser tan difícil ser José Tomás. Sólo unos pocos audaces en todo el mundo podrían desear estar en su pellejo esa tarde, e incluso durante todos estos días previos a la corrida, sabiendo de la expectación descomunal que provoca su presencia ante el toro en esa única ocasión anual. El torero, y el hombre, son conscientes de que algo tiene que pasar, que ninguna de esas miles de personas quiere salir defraudada de una cita para la que han hecho tantos esfuerzos por acudir.

Todo se analizará con lupa en esa corrida, con su figura enjuta en el centro de todas las miradas, con toda la atención del mundo del toro focalizada en ese foco de pasiones. Y hasta desde otros mundos siempre pendientes de lo que el madrileño genera, incluso sentimientos tan inconfesables como el de ese morbo que los medios buscan en cada una de sus apariciones, el que deducen tan siniestramente de las consecuencias de tanta honestidad ante el riesgo.

Una sola tarde, sí, pero con la tensión, el miedo y la entrega que otros no llegan a sufrir en toda una temporada completa. Esa es la obligación que él mismo se ha impuesto para seguir sintiéndose vivo y continuar remando contra la corriente, el carísimo precio a pagar por su libertad y por la defensa a ultranza de sus convicciones. Quizá sea así el más libre de todos los de luces, el que decide, con todas las consecuencias, asumir ese riesgo sobrehumano de jugar un día, que vale por cien, a la ruleta rusa de los pitones y de su propia filosofía torera.

Que a nadie le extrañe que la México sea el próximo domingo la Kaaba negra del toreo, la Meca a la que peregrinarán desde todo el mundo gentes ávidas de presenciar lo irrepetible, un acontecimiento vitalista que querrán recordar todas sus vidas porque se produce al margen de esta sociedad de ocio programado y manipulado, de monotonía regulada por quienes manejan el redil.

La cita de José Tomás se evade hasta del mismo toreo, que se le queda pequeño como a todos los grandes, como a todos quienes obran y piensan al margen de los convencionalismos y de la manada. Como a todos los que trascienden su tiempo y juegan con la muerte en el reducido espacio de un hilo de oro del bordado.

Supongo que, a estas alturas, quienes colaboran con el mito para ayudar a la excepción de la norma, tendrán ya más que previstos los detalles de lo imprevisible y que los toros embarcados se saldrán también de la pauta ganadera impropia de una Temporada Grande de corridas chicas, esa que José Tomás no se puede permitir el cómodo lujo de seguir.

Porque, después de miles y miles de kilómetros de carretera, de avión y hasta de barco, y de pasarse los días enseñando y gastando su impaciencia en hoteles y restaurantes, los aficionados/creyentes se van a sentar en los estrechos asientos de inflado precio esperando que el anacoreta de Galapagar vuelva a repetir el milagro que cada año van persiguiendo. Esa revelación a la que, como una orden inflexible, él mismo se obliga cada vez que se muestra al mundo. Por eso no le deseen suerte, sólo que su mente de acero se mantenga fuerte durante estas cien horas de espera.


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