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Tauromaquia: Apogeo del post toro de lidia

Lunes, 18 Ene 2016    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna de hoy en La Jornada de Oriente

En occidente, el toreo es el último sacrificio ritual en que el victimario, para serlo, tiene que pasar antes por la posibilidad cierta de convertirse en víctima. Evidentemente, para que esta premisa  funcione a plenitud se precisa instaurar un equilibrio de fuerzas que nació quebrado, pues la mítica confrontación hombre-bestia no será nunca una pugna entre iguales, y, por lo tanto, la nivelación entre ambos, indispensable para dar vigencia a tal premisa, ha de inducirse artificialmente. Una de las razones por las que la tauromaquia es cultura, primigenia e inevitablemente.

Como es obvio, para lograr ese equilibrio la víctima propiciatoria ha de ser un animal adulto lo suficientemente poderoso y fiero, de modo que su presunto victimario consiga doblegarlo en buena lid, mediante la actualización de unos atributos técnicos y morales que hagan posible, aun sin garantizarla, su superviviencia, y, con ella el rito de dar muerte a la amenaza astada que ha osado desafiar. Con notable clarividencia, José Carlos Arévalo descubre en el matador al depredador  necesario para mantener otro tipo de equilibrio, el ecológico, que le ha permitido al toro de lidia pervivir como especie, a salvo, por ahora, de una extinción implícita en el empeño abolicionista de los taurofóbicos.

De la fiereza a la bravura

Pero el arte del toreo tuvo como antecedente una tauromaquia dura y ríspida, en que para doblegar la fiereza asilvestrada del toro de lidia era necesario entablar un toma y daca dividido en breves asaltos –el castigo en varas, el cuerpo a cuerpo banderillero, el trasteo sobre piernas preparatorio de la estocada donde el exclusivo empeño del lidiador era hundir el estoque en su antagonista, respetando la dignidad de ciertas reglas. En tan riesgosa pugna destacarían ya los primeros maestros, aquellos que fueron explorando la manera de hacer más seguro el sacrificio de reses inevitablemente ariscas y avisadas: afianzar el oficio fue el primer paso para abrir caminos al arte.

Pero esa depuración condujo también a la selección de animales cada vez menos fieros por más bravos, si convenimos en llamar bravura al impulso de atacar en línea recta y con la testa humillada, propio del bovino producto de una atinada selección, y fiereza al puro instinto defensivo, ese agredir para quitarse de delante al extraño utilizando con bronquedad sus armas naturales, los rasgos de carácter del primitivo toro de lidia. 

Cien años de bravura

El siglo de oro del toreo descansa sobre esa evolución, no tan lineal ni sencilla como parece. Pues para alcanzar el grado de perfeccionamiento artístico a que el arte de torear habría de llegar en sus diversas vertientes y versiones fue necesario un cuidadoso trabajo ganadero que apenas un puñado de históricos criadores lograría coronar. No andaban a ciegas, obraban bajo la tutela del lidiador, devenido ya mandón de la fiesta –originalmente lo fue el ganadero y dotado, por tanto, de la capacidad de exigir animales cada vez más propicios a su lucimiento personal. 


Aparece entonces el toro comercial, pariente cercano del medio toro, tan fustigado por la crítica a partir de la posguerra civil, hasta el punto de forzar a la autoridad, en pleno auge de la degradación promovida por El Cordobés, a tomar cartas en el asunto. A partir de los tempranos años setenta, con la ordenanza legal de herrar a los machos con el último dígito del año de su nacimiento, se recupera la edad reglamentaria. Y pasadas de tueste las exigencias de autenticidad, se dispararían el peso y la arboladura, aunque no necesariamente el poder y la casta brava, rebajada por una selección encaminada a dulcificar la pugna toro-torero, so pretexto de la búsqueda del arte y la defensa del espectáculo.

México lindo y querido

Eso, en España. Porque en México las cosas ocurrieron de distinta manera. Antonio Llaguno, auténtico mago en el manejo de la genética del toro de lidia, en apenas un par de décadas, interrumpidas por los azares de la Revolución, afinó extraordinariamente las condiciones de bravura de la simiente del Marqués de Saltillo en San Mateo y Torrecilla, las dos vacadas próceres del estado de Zacatecas.  Para entonces –primer tercio del siglo XX– Tlaxcala ya contaba con varias divisas señeras –Piedras Negras y La Laguna a la cabeza--, emparentadas no sólo con Saltillo; y poco después, los señores Madrazo importaban para La Punta y Matancillas toros y vacas de Parladé, cuya genética enriqueció las corridas mexicanas al dotarlas de arrogante trapío. 

El enclave ganadero más antiguo aún se asentaba en las cercanías de Toluca –Atenco y San Diego, ya decadentes, y otra aportación capital la hizo Pastejé, cuyos bravísimos encierros acreditaron, especialmente en los años cuarentas, las bondades de la sangre de Murube. Sobre el cimiento de esas castas y de tal diversidad ganadera se construyó la Época de Oro del toreo en México.

Pero vino Manolete y bajo su dominio todo cambió. Primero, porque Camará seleccionó casi exclusivamente novilladas para su pupilo, y además les hizo mutilar el pitón. La presencia del Monstruo de Córdoba fue fugaz, pero el mal ejemplo cundió. Durante varias décadas, la manija de la contención estuvo en manos de la autoridad capitalina –con jueces como Lázaro Martínez o Juan Pellicer, y gobiernos que, mal que bien, supieron respaldarlos. Pero ya las figuras, aun sin el poder absolutista de Manolete, se habían convertido en poderosos instrumentos de presión para disminuir al toro cuanto fuera posible. El dinero manda, y la ecuación convenía por igual a empresas y ganaderos. 

Penúltima vuelta de tuerca

Llegó con Manolo Martínez, artista preclaro y genuino mandón. En sus años de esplendor las corridas se multiplicaron y el país vivió, por última vez en su historia, una fiebre de toreo que alegremente pasaba por alto minucias como el trapío, la edad y la integridad de las reses: todo valía para toro y la generación de platino –como la bautizara Pepe Chafik se despachó a lo grande con astados de reducidas proporciones y nobleza deliciosa. Pero Martínez fue más allá, al exigir exclusivamente ganaderías con simiente Llaguno, y su propio apoderado –que lo era el mismo Chafik– se convirtió en el criador modelo, al producir el género cornudo anhelado, hasta el punto que el lenguaje en clave de los años ochentas denominó !achaficado" al torillo tierno y acapachado. 


Este animal, justito en todo, dócil y repetidor, se convirtió en el insumo supremo de la tauromaquia a la mexicana que dominó hasta finales de los ochentas. Su portaestandarte más duradero sería Eloy Cavazos, responsable de llevar a niveles vergonzosos el implícito fraude. Y de la fatal reducción a un único encaste, cada día más degenerado por una selección al revés: en los tentaderos solamente se aprobaba lo más endeble y pastueño, y se rechazaba ipso facto lo que acusara asomos de casta y bravura. Las consecuencias las hemos estado viviendo, sobre todo en el siglo presente.

El post toro de lidia mexicano

La actual temporada grande es parámetro a la mano, pero, en realidad, el espécimen que he denominado de esta manera está enseñoreado de la cabaña brava nacional desde hace bastantes años. Es un animal de anovillada presencia –frecuentemente inflado mediante una alimentación orientada exclusivamente al engorde, que, lógicamente, agrava la pérdida de fuelle y prestaciones del bicho; aplomado ya de salida, su temperamento pacífico y excesiva fragilidad, no sostenida por casta brava, apenas resiste el ya clásico puyazo simulado, antes de llegar al último tercio en calidad de mueble o, en el mejor de los casos, dedicado a pasar cansinamente o medio topar los engaños en viajes incompletos y distraídos. 

Si llega a mover una oreja, corta el viaje por falta de fuerza o puntea mínimamente, los publicronistas hablaran de aspereza y genio para justificar la desconfianza del diestro en turno. Y el escaso público, puesto a elegir entre aburrirse soberanamente o hacer como que disfruta, se apresurará a agitar pañuelos y solicitar a silbidos una o más orejas aprovechando el menor pretexto, sean conatos de faena, espadazos a donde caigan pero de rápido efecto o simple simpatía hacia la "figura" que lo llevó a la taquilla o el aspirante depositario de momentáneos afectos.

De todo eso hemos tenido ejemplos a pasto en la temporada actual. El domingo, tocó turno de abrir la puerta grande” a Juan Pablo Sánchez, que había desorejado por una cadenciosa y templada faena a "Don Beto", el tercero de Campo Real, toro noble, muy bien encelado por su mandona muleta, pero después sería obsequiado con un apéndice pueblerino del bravucón y pronto apagado sexto, por algunas tandas cortas e intrascendentes y un inclemente bajonazo. 

En esta tarde Alejandro Talavante ofreció su propia y lujosa versión del becerrismo de tienta con un cardenito insignificante antes de fracasar con la espada. Y Arturo Macías, acuciado porque era su primera oportunidad en la temporada, prolongó interminable e inútilmente sus trasteos a dos alimañas que se limitaron a hocicar la arena y topetear esporádicamente los engaños del empeñoso hidrocálido, avisado en ambos.   


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