Desde el barrio: Una escuela de vida
Martes, 27 Oct 2015
Madrid, España
Paco Aguado | Opinión
La columna de este martes
La Escuela de Tauromaquia de Madrid –hay quien, como quien firma, se resiste aún a llamarla "Marcial Lalanda", dado lo mucho que el maestro de Vaciamadrid "largó" de ella en su día- lleva ya varias semanas en el ojo del huracán, convertida en arma arrojadiza de la política guerracivilista que impera ahora en España.
Ayer mismo, el jurado designado por el Ministerio de Cultura español le concedió al centro el Premio Nacional de Tauromaquia, galardón que, desde su fundación hace dos años, es la única partida presupuestaria que el Gobierno Central de la nación destina a la fiesta de los toros: unos rácanos 30 mil euros (unos 555 mil pesos), un ridículo 0.1 por ciento de su presupuesto cultural, que antes que a la Escuela Taurina fue para dos Pacos, el Ojeda torero y el Cano fotógrafo.
En circunstancias normales, este premio no dejaría de ser un más que merecido, y ya tardío, reconocimiento a la institución que abrió camino y marcó la pauta a la moderna docencia taurina que aún se sigue extendiendo y consolidando por todo el mundo taurino.
Pero no nos demos coba: como noticia, el hecho tiene también mucho de golpe de efecto, de oportunista respuesta mediática del Partido Popular a la dictatorial decisión del nuevo ayuntamiento de Madrid de cortar de un plumazo la subvención de 61 mil euros (un millón 128 pesos) que se destinaba al centro que malvive en la ahora ruinosa Venta del Batán, una vez que también la Comunidad de Madrid se retiró del patronato que la regía a primeros de este año.
Es así como, casi a la deriva, la Escuela de la que salieron tantas figuras del toreo y cientos de excelentes profesionales se debate entre la amenaza de su desaparición y la incertidumbre del juego de intereses de la política, siendo objeto de polémicas provocadas desde fuera y de cruces de declaraciones en los medios que en nada benefician a su trabajo sordo en pro del futuro del espectáculo.
Pero el caso es que, de momento, el ayuntamiento de la populista Manuel Carmena –más dado al efectismo mediático que a predicar con los hechos en una ciudad invadida por la suciedad– aún no ha comunicado oficialmente la retirada de la maldita subvención, por lo que la Comunidad de Madrid no puede cumplir así su anunciada intención de hacerse cargo de la institución para evitar su cierre.
Mientras tanto, los chavales –esos, para algunos, aprendices de asesinos– siguen yendo a entrenar cada tarde con su maco cargado de trastos y de ilusiones, ajenos a una situación perversa que, sin saberlo, les aleja poco a poco de sus sueños.
Porque, lamentablemente, la política que todo lo pudre también ha llegado al Batán para envenenar el visionario proyecto que a mediados de los años setentas unos cuantos locos –Martín Arranz, Martínez Molinero y José de la Cal a la cabeza– le discutieron a la utopía.
Y fue con la ayuda de los partidos y los sindicatos de una izquierda entonces más abierta, más libre y más sensata como acabaron por definirlo como un albergue de esperanzas, de convertirlo en una estricta escuela de vida que, a base de fomentar el valor y los valores, moldeó al tiempo cientos de buenos toreros y de personas íntegras.
Son ya centenar y medio de matadores de alternativa, y entre ellos varias grandes figuras del toreo por todos conocidas, los que han surgido de una escuela que también forjó una legión de orgullosos profesionales que con capote y banderillas han hecho tanto o más que los de la muleta por acrecentar su prestigio a nivel mundial. Y, que no lo olvide la señora Carmena, también por seguir haciendo de Madrid el centro de referencia de España y América en el mundo del toro.
De hecho, no hay que olvidar que por las aulas del Batán también han pasado muchos aspirantes americanos, con los ejemplos mexicanos de Fabián Barba, Mariano del Olmo y Joselito Adame, que se han visto ahora relevados por los aspirantes Luis David Adame, Mariano Sescosse, José Miguel Arellano o José Fernando Sandoval.
Y como ellos, varios miles de adolescentes cargados de sueños han tenido la ocasión de aspirar a cumplirlos en un centro que no les exigió más requisitos que su determinación y su esfuerzo. Y aun queda por ver a alguno de ellos que, con el paso del tiempo, llegara o no a ser torero, no reconozca con orgullo y nostalgia todo lo bueno que le aportó la experiencia para desenvolverse en los ruedos o en la más dura vida diaria.
Ahora que a alguna lumbrera se le ha ocurrido que todas esas enseñanzas de base deben burocratizarse y sistematizarse de manera puntillosa en unos módulos de Formación Profesional –para lógico cachondeo no sólo de la progresía sino de los propios taurinos sensatos- es mejor evadirse del absurdo recordando los ejemplos de cómo se hicieron las cosas en los viejos tiempos.
Sí, aquellos tiempos en los que el profesor Tierno Galván, el mejor alcalde que ha tenido Madrid, se sentaba gozosamente en los tendidos de la placita de la Feria del Campo para ver cómo un sindicalista taurino llamado Enrique Martín Arranz curtía a las nuevas generaciones de protagonistas de un espectáculo que él mismo consideró un "acontecimiento nacional".
No estaría mal que alguno de estos políticos que sufrimos se apuntara, siquiera como oyente, a alguna de las clases de la Escuela de Madrid. Así aprendería a no mentir, a respetar a los demás, a dar la cara y asumir responsabilidades, a sacrificarse por sí mismo y por sus compañeros, a soportar el dolor, a redoblar sus esfuerzos por cumplir su objetivo, a dominar sus miedos y tantas otras virtudes que se llevan años inculcando en esta modesta pero gran escuela de vida.
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