Banners
Banners

Desde el barrio: Se ha roto el espejo

Martes, 28 Oct 2014    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
Se ha muerto Manzanares. A secas, nada de padre ni de senior. Porque Manzanares será siempre José María Dols Abellán, el hijo del banderillero de Alicante y el padre del hijo que lleva su mismo nombre. En todo caso, es con respecto al nuevo José Mari cuando deberíamos especificar: porque, hasta el momento, sólo ha conseguido ser Manzanares hijo.

Se ha muerto Manzanares a corazón parado en la soledad de la noche otoñal de su finca de Cáceres, donde se llevó los últimos "atanasios" de Garzón. Allí donde seguía meditando hondamente el toreo, donde se encerraba con sus propios fantasmas, hasta que decidía salir cualquier día para irse a ver torear al heredero.

No le gustaba ya lo que veía, no tanto en los ruedos como en los despachos. Maldecía, largaba, recelaba del taurineo mezquino de estos años iniciales del siglo XXI. Porque él, el cúlmen de la clase del toreo del anterior, ya no se reconocía entre las modas y los modos de esta confundida modernidad torera.

Manzanares era de otra época, en la plaza y en la calle. Un proyecto de grandeza corregido y aumentado desde la base con la sabiduría bohemia de un padre castizo y poeta de la vida, como él fue un poeta del toreo. De medidas perfectas, diseñado con las proporciones clásicas, elástico y dúctil, nació para ser torero, y como torero le educó su padre con la paciencia y el mimo de un artesano que creara para la eternidad la mejor de sus obras.

Con ese punto narcisista de quienes se saben bien paridos, por eso José Mari paladeó la vida con regusto de sibarita, y se obsesionó con la perfección de su arte y el aura de belleza que anidaban en el calor templado de sus sagradas muñecas.

Y, más allá de las estadísticas, de los miles de toros estoqueados, de los cientos de triunfos y fracasos, de las cimas y las simas, de las cuatro puertas grandes de Las Ventas, de la única, aun sin orejas, Puerta del Príncipe a hombros de los toreros que le admiraron desde la cuna, Manzanares se convirtió en espejo.

Pero no un espejo menor, de tocador, ni siquiera uno de los del valleinclanesco Callejón del Gato que devuelven la visión deformada de la realidad. El espejo manzanarista, en el que se miró el toreo todo desde el duro final de la década de los setenta hasta casi antes de ayer, era el de uno de esos enormes marcos barrocos de los palacios donde se reflejaba la panorámica entera del gran salón de baile de la tauromaquia.

Reyes y príncipes del toreo, damas de alta alcurnia, mercaderes y ministros, diplomáticos y lacayos, terratenientes y camareras, toda la fauna taurina de tres décadas se miró en su potente reflejo de luz. Elegante o pasional. Crispado o relajado. Clásico o arrebatado, apóstol del ordoñismo más egocéntrico, Manzanares siempre marcó tendencia, como dicen ahora los cursis.

Pero se gustaba tanto, se miraba tan a sí mismo, que no quiso competir con nadie para no empañar el recargado espejo de la admiración que generaba. Y una íntima y recreada desgana competitiva le impidió concretar el elevadísimo destino histórico para el que estaba predestinado.

Podría decirse que Manzanares fue torero sólo para sí mismo, obsesionado toda su vida en una perfección técnica y en una expresión estética tan refinadas que llegaban a ser simplemente un medio, nunca un fin, para su propia satisfacción personal. Aunque a veces, la perfección se desgarrara, se humanizara con el sabor acre de su bohemia mediterránea, y se hiciera todavía más grande a ojos de los demás.

Aquella tarde de Ronda en el 89, cuando mató seis toros con dos vestidos distintos ante la mirada vidriosa y soñadora de su amigo Camarón, Manzanares fue el mejor torero de su carrera, porque aquel escenario idóneo y un público de fieles devotos pusieron el mejor marco de oro al espejo deslumbrante en el que todos los nuevos toreros quisieron mirarse.

Se cuidó como nadie, con la máxima disciplina que exigía su maquinaria física de precisión, ese envoltorio lujoso, esa percha milimétrica del toreo. Pero también se bebió la vida a grandes sorbos, y la aspiró con fuerza para disfrutarla con ese mismo sentido de plenitud con que cuajaba los toros elegidos para la leyenda.

Y llegaba entonces, cuando el sentimiento acobardaba a la perfección, cuando el artista se imponía al arquitecto, cuando el espejo se empañaba con el humo de la noche, el momento en que el toreo se hacía carne y la pasión se hacía elegancia y caricia de franela roja. 

Y todo fluía sin tensiones, con la misma naturalidad con que hizo y dijo el toreo. Igual que ahora ha dejado la feria de vanidades este espejo ya resquebrajado del toreo, aquel que se fue diluyendo en la profunda soledad de su propio azogue.


Noticias Relacionadas







Comparte la noticia