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Tauromaquia: Zacatecas, el toro y las artes

Lunes, 06 Oct 2014    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna de cada lunes en La Jornada de Oriente

La naturaleza de Zacatecas podría sintetizarse con la frase “cielo cruel y tierra colorada”, de Genaro Borrego Estrada en su pregón de la feria reciente. Bajo ese cielo arisco, y sobre esa tierra sometida a prolongadas sequías, se criaron a lo largo del difunto siglo XX los toros y las vacas cuya sangre domina abrumadoramente la cabaña brava nacional. Luis Niño de Rivera lo expone con erudita precisión en su libro "Sangre de Llaguno", cuya segunda edición acaba de ser presentada como parte del programa cultural paralelo a las corridas de feria. 

La historia de la prócer ganadería San Mateo es la de una familia zacatecana, los Llaguno González, sin cuya asombrosa labor de alta zootecnia –Antonio– y de amor al toro y al campo –Julián–, sería inimaginable la bendita exuberancia de la edad de oro del toreo nacional, sobre la que, dentro del mismo programa cultural, expuso una teoría notablemente lúcida e informada José Carlos Arévalo.

Curiosa paradoja ésta de que sea justamente ahora, con nuestra tauromaquia bajo el lastre de una opacidad de décadas, cuando un connotado autor hispano haya decidido hurgar en la veta áurea que aloja lo mejor de las ricas esencias y dramáticos avatares del toreo en México, tradicionalmente preteridas y desdeñadas por sus paisanos, incluidos los más renombrados tratadistas.

Sangre de Llaguno

Niño de Rivera
confirma en su libro la mentira de esa fácil y manida afirmación que considera al toro mexicano actual hijo directo del Saltillo. Ciertamente, los toros del marqués, a finales del XIX, se caracterizaban por tener mayor fijeza y recorrido más largo y humillado que otros hierros decimonónicos. Pero cuando Antonio Llaguno, de la mano de Ricardo Torres “Bombita”, trató con el señor marqués, en 1908 y más tarde en 1911, la adquisición de sendos hatos de vacas y algunos sementales de nota sobresaliente, los saltillos habían iniciado ya una decadencia demostrable mediante un simple repaso a los carteles postineros de la época.

Conviene, pues, revalorar la sapiente labor de genética y tentadero llevada a cabo por los Llaguno en San Mateo y Torrecilla, ganaderías madre de un encaste propio y de los rasgos fundamentales del toro mexicano, desarrollados con precisión asombrosa en tierras de la zacatecana Fresnillo entre 1920 y 1945. Hasta principios de los 60, sus subdivisiones serían mínimas –Jesús Cabrera, Valparaíso y José Julián, básicamente–; luego, ya con Toño Llaguno García al frente de San Mateo, la sangre de Llaguno alcanzaría prácticamente a toda la cabaña brava nacional, en evidente perjuicio de los hierros de las estirpes, no menos ilustres, de Parladé (La Punta y Matancillas) y Murube (Pastejé, Rancho Seco y otras). Entre las consecuencias de una consanguinidad sin control y la impune picardía de toreros, taurinos y publicronistas, la más deplorable es el post toro de lidia mexicano, subespecie que produce ejemplares desrazados, pajunos y aplomados desde su salida.

Pero su proliferación indeseable no es achacable a la Casa Llaguno, responsable de aunar en sus productos astados bravura, nobleza, fijeza, son y durabilidad en grado superlativo.

Parir arte
 
Si los rasgos descritos definen lo que podría llamarse con entera propiedad el “toro artista” –en los años 80, Juan Pedro Domecq llamó así a los de su propio encaste, incurriendo en un anacronismo evidente–, tal vez se deba a que en los hijos de la tierra zacatecana late con desusada intensidad la llama de una creatividad desbordada. Ramón López Velarde, autor de Suave Patria, uno de los poemas emblemáticos del siglo XX mexicano, nació en la zacatecana Jerez. Y en Fresnillo el célebre músico Manuel M. Ponce, maestro de dimensión universal pero resonancias claramente locales.

Ciudad museo

Probablemente sea en las artes plásticas –pintura, escultura, arquitectura-- donde el genio y la sensibilidad de los hijos de la tierra zacatecana hace eclosión. Lo grita calladamente la impresionante fachada, roja y plateresca, de la basílica catedral; desbordan calidez y y belleza sus calles y recovecos, tan llenos de carácter propio, y lo evidencia el nombre y el impresionante acervo artístico el conjunto de museos que  ornan y honran su capital, cada uno con el nombre de algún ilustre pintor zacatecano.

Como Manuel Goitia, Pedro Coronel –donde se expone arte egipcio, griego y romano, además de los grabados de la Tauromaquia completa de Goya y un impresionante acervo de obras de arte–, el Rafael Coronel –que ocupa el antiguo convento de San francisco y además de obra pictórica del artista hepónimo, cuenta con una de las mayores colecciones de máscaras del mundo.  Y, desde luego, el Museo de Arte Abstracto “Manuel Felguérez”, inaugurado en 1998, y en cuyo diseño, patrimonio y peculiar curaduría tiene intervención directa muy activa su propio creador, internacionalmente reconocido y repetidamente galardonado a sus 88 años. 

Historia y tauromaquia

El museo del Cerro de la Bufa recuerda al visitante la toma de Zacatecas por los Dorados de Pancho Villa –y el genio militar de Felipe Ángeles–, uno de los episodios culminantes de la Revolución mexicana, en 1914. 

Y como remate –lo bien toreao es lo bien arrematao--, uno puede hospedarse en terrenos de la antigua plaza de toros San Pedro, parte de cuya pétrea estructura respetó en buena parte un céntrico hotel, resultando en un entorno de gran originalidad y fuerza. Incluso la actual plaza Monumental transmite esa solera y ese embrujo típicamente zacatecanos. Este coso, con cupo para ocho mil espectadores,  lleva por lo menos seis años acogiendo una de las mejores ferias taurinas del país, regentada por con singular acierto por Juan Enríquez Rivera y su equipo. Responsables también del programa cultural paralelo, cuya parte de la organización está encomendada a Juan Antonio de Labra Madrazo.  


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