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Especial: En recuerdo de Eduardo del Villar

Domingo, 22 Jun 2014    Pachuca, Hgo.    César Montes | Foto: Nacif   
Un texto en recuerdo de Edu, a un mes de su muerte

Sí, lo conocí desde niño, cuando seguro él mismo no tenía aún la idea de que en el futuro, en la vida, sería forcado.

Siempre rebelde, arrebatado, inquieto, no podía estarse en un solo lugar. Hablaba fuerte, tenía ese algo de ser mandón, sin poses, sincero en su trato, no hubo nunca nadie que se expresara mal de él porque su honestidad alcanzaba a todos, su franqueza hacía que se ganara el favor, y fervor, de todos los que le conocían. Eso y más, fue Eduardo del Villar.

La muerte finalmente nos alcanza a todos, y la tenemos inherente, y para los creyentes en Dios, lo señala el libro de Romanos, y como dijo el poeta Jean de la Bruyère, “la muerte sólo viene una vez, y sin embargo está presente toda la vida”.

Jugarse la vida es de la misma manera como buscar la muerte de manera quizá anticipada, aunque también, es encontrarla en el mejor sentido para el parecer de cada quien. Sentir miedo es una alarma de la consciencia que nos hace ponernos a salvo, pero al final, todo es cuestión de puntos de vista.

Eduardo del Villar se distinguió siempre por su valentía, desde allá cuando entró muy chico al igual que su tío Gerardo en su momento, al grupo de forcados mexicanos. No conocía las palabras "no se puede", su corazón hacía irle a todos los toros, de cualquier condición, pero sobre todo los que desafiantes ponían a prueba la entereza del hombre, situación que le llevó a visitar las enfermerías y/o los mismos hospitales, una y otra vez, y aunque saliera no completo físicamente, al final no importaba, porque su corazón quedaba intacto, su espíritu de hombre de batalla, de guerra, le hacía volver a pisar un ruedo con una sonrisa (como su tío Gerardo, precisamente), y con una afición que no le cabía en el pecho.

Luego, su carisma, su espíritu, su madera de líder, le hizo consolidar al grupo de Forcados Hidalguenses, y se ha ido no sin haber pisado el ruedo de la Plaza México, que sin duda era un sueño, y en el coso más importante de América, y de este país al que no sabemos por qué, pero el destino decidió que fuera su vida la primera que se ofrendara en esta actividad, para esa cuota que el de negro cobra cada determinado tiempo.

La Fiesta de los toros tiene su sentido trágico desde todos los flancos, siempre está ahí la imagen del sacrificio, la repetición del rito mitológico como alguien dijo, evocando el mito de Sísifo. El acto del desafío. El último de los espectáculos arcaicos sobrevivientes varios siglos después; el hombre que se empeña en regresar al enfrentamiento con la naturaleza, como esa condición para sentirse vivo a través del miedo, del valor, de la fuerza y la inteligencia, esa necesidad quizá oculta de que puede dominar su poder. Es así que de pronto un día los últimos gladiadores se convirtieron en artistas, transformados merced de su propia catarsis.

Edu nos deja el recordatorio de lo efímero de la vida, que a la muerte no le importa tampoco la juventud; la condición frágil de nuestra existencia, el sentido de la trascendencia a través de un gusto que puede peligrosamente convertirse en pasión, y también, que la vida es para beberse en el instante, no para guardar sorbos para después, porque muchas veces esos pequeños tragos no nos los alcanzamos a beber más tarde.

En su paso como forcado, deja una honda huella, su voz seguirá escuchándose en cada plaza, en cada ruedo, cada forcado lo seguirá oyendo de cerca y de lejos; y como persona, si de por sí cada quien es universalmente único, por la condición del simple hecho de ser individuo, él fue aún más ÚNICO, por lo que deja tantos corazones rotos por su ausencia que ahora se respira, porque sin duda la vida no volverá a ser igual sin él, sin el entusiasmo que le imprimía a las cosas, que siempre el convivir con él era todo un acontecimiento, una revolución, de un hombre desprendido, que quien se acercaba a él a pedirle ayuda, siempre le dio lo que tuviera, sin miramientos. No existía el “no” en su vocabulario, siempre deseó que todos los que le rodeaban, familiares y amigos, estuvieran bien, y fueran felices.

Dejó en el tintero de su vida varios pendientes por hacer, pero tampoco se fue con las manos vacías, acaso una pena que con tanto amor que cosechó no haya sido motivo suficiente para ahuyentar a la muerte.

Escogió también su destino, su tarde, su hora, y frente a ello creo que nadie podía hacer nada. Cuánto se seguirán añorando las veladas que se hacían interminables, de polémicas o tan sólo de risas, cuánto más.

Recuerdo de la película "¿Conoces a Joe Black?", cinta en la que precisamente el personaje que interpreta Brad Pitt (Joe Black o la misma muerte), en la última parte, cuando "se lo está llevando", le pregunta el personaje que interpreta Anthony Hopkins: "¿y debo de tener miedo?", y le contesta Joe Black:"un hombre como tú, no".

Así, ni más ni menos.

Sea pues, que contra ciertos designios no podemos, entonces sólo resta decirte "hasta siempre, querido Ed"”, que a los que tocaste con tu trato, con tu mano, con tu cariño y entrega sin taza, te llevaremos y extrañaremos muy dentro del corazón, en un homenaje a la vida, que te fuiste haciendo lo que más amaste, dando eternamente la vuelta al ruedo en nuestros espíritus.

¡Venga vinho!


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