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Liber taurus: Cobo, cerca de cumplir un sueño

Viernes, 14 Mar 2014    Quito, Ecuador    Santiago Aguilar | Opinión   
La columna de este viernes

El joven extiende su mano derecha hasta alcanzar un pequeño brote de arrayán, con un leve movimiento de la muñeca lo desprende de su rama se lo lleva a la boca hasta sentir la suave aspereza de su ácido sabor, al tiempo que se recuesta en el vasto potrero andino con la fresca brisa agitando su cabello y avivando sus sueños que ahora lucen cercanos, muy cercanos.

La serena intensidad del momento, con el futuro convertido en presente le lleva a la infaltable sensación de vacío en el vientre y con ella a un trasegar de ideas e imágenes en las que se mezclan los tiempos y los espacios.

El páramo y su maravillosa floresta se funden con el seco arenal del ruedo de la plaza de toros de Latacunga, primera escala de un viaje evocativo de sorprendentes colores,  disímiles sonidos e inclusive penetrantes olores.

Allí, José Alfredo Cobo se mira, huyendo de la adolescencia, buscando ser hombre al  estoquear su primer novillo; tarde de triunfo compartido con su hermano Enrique; recuerdo inolvidable pues aquel día se marchaba al cielo el gran Juan Pablo II. El ya distante abril de hace nueve años centraría su ilusión de ser torero.

Anhelos que germinaron en los pastos de Cerro Viejo, la ganadería de su padre con quien anduvo de arriba abajo mimando a vacas, sementales y crías.

Del cobijo del campo saltó a la soledad de la plaza con apenas diez años de edad, la becerra a la que le plantó cara le propinó tal estropicio que el niño lidiador se refugió en el burladero prometiendo no intentarlo más; no tardó mucho en reconstituir el ánimo, repasar el abecedario taurino y procurarse una nueva oportunidad.

La ocasión se presentó pronto, de manera premonitoria en la casa del toro o Huagrahuasi,  estupendo criadero de ganado bravo en el que José Alfredo encontró su tauromaquia ante un becerro al que se pasó de muleta una y otra vez aprovechando las dulces embestidas del notable ejemplar. Ese breve tiempo junto a la res le alojó en el toreo para siempre.

De allí en adelante los festejos se sumaron y con ellos el bagaje técnico, la capacidad de expresión, la seguridad y claro está, exigentes pruebas a su afición y valor.

Con un traje de color grana y oro, prestado para la ocasión, debutó como novillero en la ciudad oriental de El Puyo hasta la que llegó tras nueve largas horas de carretera a bordo del destartalado camión que transportó  a los erales que trasteó en tan señalada tarde. 

Con capote y muleta bajo el brazo se convirtió en un auténtico nómada, toreando aquí y allá hasta que a fuerza de vocación y voluntad edificó una respetable trayectoria cuyos hitos son su actuación con picadores en la plaza de Salcedo, en esta oportunidad con vestido propio, un atavío rosa y oro que le ha acompañado en sus más sonados triunfos. Con su paso por la Escuela Taurina de Cali en Colombia logró consolidar sus conocimientos, forjarse como ser humano lejos del hogar y, finalmente, abrirse los caminos que más tarde le llevarían a los ruedos de Perú, Venezuela y México. También se presentó en las novilladas de pre feria de Quito.

En ese querido país que es México hizo el paseíllo en ocho tardes y descubrió que el toreo es un ejercicio espiritual, se abandonó al torear con gusto y despaciosidad a un nobilísimo astado de Golondrinas al que supo cortar los máximo trofeos; otra vez vestido de rosa y oro.

El paso de los minutos y la caída de la tarde, por un puñado de segundos le vuelven a la realidad. Sin embargo, sus pensamientos alzan vuelo una vez más: José Alfredo Cobo se sume sorprendido en las extrañas emociones propias de un déjá vu en toda regla, con la asombrosa percepción de lo ya vivido. 

Se ve caminando lentamente por la dorada arena de la plaza de toros de Riobamba, luciendo un precioso traje rosa y azabache, confeccionado para la ocasión, pues el sábado doce de abril se convertirá en matador de toros. 


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