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Desde el barrio: Morante, espejo roto

Martes, 13 Ago 2013    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
Por fin agosto. Y con el calor, la monotonía de imágenes de las enésimas ferias del estío español. Fotos y vídeos que lo dicen todo sin decir nada se repiten machaconamente en los medios del gueto, acompañados por una letanía de titulares grandilocuentes y vacíos que ya a nadie engañan.

Pero, entre el sopor, llegó el sobresalto, la pésima noticia de la grave cornada de Morante de la Puebla en Huesca. Al aroma de la albahaca, se nos rompió el mejor espejo que en este año extraño mantenía patentes las buenas referencias, el contraste positivo, la alegría para la vista cansada de un aficionado al que los tiempos quieren resignar a la mediocridad.

Llevaba Morante una racha deslumbrante –que nadie hable de orejas, por favor en la que cada lance, cada media, cada muletazo, cada detalle, cada uno de sus pasos por el ruedo eran agua fresca para la sed de grandeza que tiene el toreo deshidratado en la travesía de este desierto de ideas. Su naturalidad, su sinceridad en la cara del toro y su honestidad como artista se habían convertido ya, feria a feria, en la tabla de salvación de esta plana temporada del 2013.

Y no lo dice el abajo firmante, sino que lo confirman, a voces, tantas fotos de todo a cien que muestran crispación y gestos forzados, brazos rígidos y extendidos hasta el dolor, cinturas partidas, talones en alto, muletas como escudos de guerra, muñecas anuladas por puños que se aferran al palillo como a una pértiga que aleja el riesgo.

Esas fotos dicen tanto o más del momento del toreo como esos vídeos de poco peso y similar calidad a las faenas que recogen, tantos de esos trabajos dilatados que vencen a los toros por cansancio, no por sometimiento.

Cada frame de pocos megas, cada píxel encogido muestra en las diarias ventanas electrónicas hasta toros que vuelven al campo sin haber tomado ni un buen muletazo. Y la mayoría denuncian, sin quererlo ni pretenderlo, muchos metros cuadrados de desajuste entre seda y pelo, espacios holgados para una cruenta pelea de perros.

Ahora que se quiere hacer pasar por profundidad lo que no deja de ser camuflada ventaja, cuando confundimos el culo, alejado del embroque por una figura doblada y antinatural, con las témporas de un pecho y un torero entregados a la embestida, las imágenes del toreo de Morante, tan grande que hasta cabe en el objetivo de cámaras amateurs y tuneleras, siguen siendo el espejo donde se miran los sueños.

Cada foto y cada video del torero de La Puebla son, y más este año, una lección de ética y estética taurina, un tratado de naturalidad ante el peligro, una fórmula magistral de toreo sobre la base de sus más puros elementos, pero explicada con la sencillez con que mejor se entienden  las cuestiones complejas de la existencia.

Claro que ese toreo, esa forma absoluta de entender su grandeza, de engrandecer el rito dándole al toro iniciativa y protagonismo en busca de la emoción, siempre conllevó un tremendo riesgo añadido. Y Morante pagó en Huesca el tributo de sangre que cuesta sentirse, a veces, uno de los dioses del ruedo. Pero la cara del dolor, como le dijo José Antonio a un admirado compañero en la enfermería de la plaza, es también parte de la gloria del toreo.

Qué grande y qué importante es que un torero como Morante siga pensando así mientras un bisturí trata de recomponer, sobre el muslo roto y dormido, el espejo donde el toreo debe seguir mirándose para no perder su sentido.


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