Obsesiona el hecho por preocupante y repetido: en Madrid, más que el éxito, la excepción es el toreo. Es plaza dura, de toda la vida, la de Las Ventas, pero nunca tal dureza degeneró hasta este nivel cercano a la nada, a la ausencia de espectáculo, a esta larga y antitaurina sucesión de tardes anodinas y vacías de contenido, de toreo y de bravura.
Hasta hoy se llevan celebrados este San Isidro once espectáculos con toreros de a pie, incluidas dos novilladas. Y salvo la lluvia de orejas del domingo, a la que cuesta trabajo encontrar más justificación que la del granizo y la tormenta que suavizó los ánimos, sólo tuvo peso y poso el trofeo concedido a Miguel Ángel Perera el día del Patrón, aquel que se sentaba a ver cómo los bueyes araban solos.
Pero ahora los bueyes ya no aran para San Isidro, sino que salen muchas tardes, demasiadas tardes, por la puerta de chiqueros de Las Ventas para anular toda posibilidad de triunfo.
Y cuando no hay bueyes y, a veces, salen toros que puedan calificarse como tales (con el trapío lógico, las buenas hechuras, el tipo fino y serio que debería ser norma en la primera plaza del mundo) no suelen encontrarse con quien les haga trabajar, con esa muleta que les obligue a hacer surcos con el hocico sobre la arena. Tampoco hay mucho interés por contratar a quienes las saben manejar.
Es así como este año Madrid, su relevante y determinante feria taurina, está tocando fondo. Y hasta el clima invernal parece que se hubiera querido sumar para entristecer aún más la decadencia de una fórmula que hace ya tiempo murió de éxito económico.
Pero, aun así, a pesar de la desolación diaria, la gente sigue llenando los tendidos de la Monumental que soñara Gallito. Bajaron, sí, los abonos, pero nunca este año ha habido menos de tres cuartos de entrada cubiertos.
Dos "no hay billetes" y otros tantos llenos o casi llenos vienen a decirnos que con crisis y sin toreo -siquiera una leve catadita que echarse a los ojos alguna tarde- la gente sigue acudiendo a Las Ventas. Quién sabe si por la costumbre o por ese masoquismo tan castizo que da temas y argumentos para poder "largar" en los bares, el deporte que más nos gusta a los madrileños.
Aparte la taquilla, el caso es que no se sabe muy bien si en el Madrid taurino actual falla algo o falla todo. Porque, por fallar, ya falla hasta Victorino, que el sábado se marcó el farol de enviar a la plaza a la que debe todo, y para una de las citas más importantes del año, una corrida impropia, tan justita de trapío como de casta, que quizá sea la peor lectura del asunto.
En Madrid fallan también las figuras y los que no lo son, matadores y novilleros que, bien o mal, torean para un coro inexpresivo, para un público mayoritariamente autista que ya no entiende otros mensajes del ruedo que los del sobresalto, los de la prejuzgada imagen de marca o los del movimiento continuo de esa noria que algunos confunden con la ligazón.
Y es así como, si surge alguna rara tarde, la naturalidad más clásica, el toreo eterno que siempre hizo vibrar a ese Madrid taurinamente culto de antaño, pasa desapercibido para un público que parece haberlo olvidado. O que ya no lo tiene entre los dogmas de un catecismo secuestrado por el espíritu del mostrenco y la talanquera.
Con el ruedo desatendido -salvo cuando Morante aparece a revisarlo con un chándal del Real Madrid-, con tanto cinqueño viejuno y desbravado, con tanto grito a destiempo, con esa lidia plúmbea dirigida por una ignorante dictadura taurina… la plaza de Las Ventas es hoy por hoy el escenario de un absurdo para el que tanto y tantos taurinos y políticos confabulan al unísono.
Pasan las tardes de la feria y sobre el aficionado, sobre el iluso espectador que sigue esperando milagros venteños de otros tiempos, caen como una losa de cripta la desorganización, la desidia, el sinsentido común, la mezquindad, la torpeza y la ceguera de todos los responsables –repártanse las culpas como quieran- de este desastre cotidiano en que han convertido la que algún día fue la cita más importante del toreo.