Las relaciones taurinas entre México y España se mantuvieron interrumpidas durante ocho largos años. En la primavera de aquel complicado 1936, tan sólo cuatro meses antes de que estallara la guerra civil, un importante grupo de matadores y novilleros mexicanos se vieron obligados a cruzar el charco de vuelta a casa, debido al llamado "boicot del miedo" que iba encaminado a echar por tierra -principalmente- la temporada de Fermín Espinosa "Armillita Chico".
La contundencia de los triunfos obtenidos por el maestro de Saltillo en los años anteriores, lo habían situado en la primera fila del toreo de España. Esta circunstancia y los cien contratos que tenía firmados para la temporada del 36, fueron el motivo de una traicionera situación que terminó de tajo con las ilusiones de los espadas aztecas que gozaban de gran cartel en la península.
En los años subsecuentes, la tauromaquia mexicana se consolidó y entró en su Edad de Oro con figuras de la talla del propio Armillita, Jesús Solórzano, Alberto Balderas, El Soldado, Lorenzo Garza Silverio Pérez y Carlos Arruza, como los más representativos. La afición disfrutó tardes de gloria en el desaparecido coso El Toreo de la colonia Condesa y no se echó en falta la rivalidad con los diestros hispanos porque aquí había efervescencia y muchos toreros interesantes que llenaban las plazas.
Sin embargo, el surgimiento en España de figuras como Manuel Rodríguez "Manolete" y Pepe Luis Vázquez, que se consagraron en los primeros años de los cuarentas, hizo pensar a los empresarios mexicanos la posibilidad de restablecer las relaciones taurinos. Y fue precisamente Antonio Algara, el profesional empresario y atinado promotor de la fiesta, el encargado de llevar a cabo la encomienda.
Así que en el otoño de 1944 se resolvieron los escollos del rompimiento de cara a la temporada taurina del invierno, que iba a tener la participación de varios toreros españoles entre los que fueron contratados los juveniles Pepe Luis Vázquez, Gitanillo de Triana, Antonio Bienvenida y Rafael Ortega, todos nuevos para el público mexicano que recibió con agrado la solución al problema. Asimismo, firmó contrato un torero veterano muy querido en México: Joaquín Rodríguez "Cagancho", que había deslumbrado al público en 1929 y se había convertido en un ídolo.
Un recibimiento de lujo
El día de la llegada a México de los espadas españoles, el viejo aeropuerto de Balbuena se vio atiborrado de aficionados que deseaban darles la bienvenida y descendieron del avión en medio de vítores y aclamaciones ante su propia estupefacción. El recibimiento tuvo tintes de apoteosis entre pancartas de bienvenida, “bombillazos” de las cámaras de los fotógrafos y gritos de júbilo, tan propios de la hospitalaria idiosincrasia de este pueblo.
En el semanario "La Lidia", correspondiente a la edición del 1 de diciembre de aquel 1944, el apoderado de Bienvenida, que firmó un artículo como "Alardi", describió el recibimiento del que fueron objeto:
"Pepe Luis Vázquez -espiga dorada de la mejor cosecha taurina- se achicó tanto bajo el peso de la incomparable emoción recibida que costó trabajo recuperarle, perdido entre abrazos y efusiones. Sólo al reflejo de los incontables fogonazos de los reporteros gráficos, pudimos adivinar la caracola de su güero cabello".
La temporada arrancó el 25 de noviembre con un cartel compuesto por David Liceaga, El Calesero y Luis Briones, con toros de Zacatepec. Liceaga tuvo el bonito gesto de brindar uno de sus toros a los toreros españoles que ocupaban unas barreras de sombra y la ovación no se hizo esperar.
El domingo 3 de diciembre se reanudaron formalmente las relaciones taurinas con el paseíllo que hizo Cagancho, al que se tributó una fuerte ovación, acompañado por Carlos Arruza y Briones. El encierro pertenecía a la ganadería de La Laguna.
Al domingo 10 actuaron Silverio Pérez, David Liceaga y Rafael Ortega, que según relata Guillermo E. Padilla en su extraordinaria obra “Plaza de Toros El Toreo”: "En un incalificable descuido no se le confirmó la alternativa que era una cláusula del reciente convenio taurino firmado con España".
La presentación de Pepe Luis Vázquez tuvo lugar el 17 de diciembre. Confirmó su alternativa sevillana de manos de Carlos Arruza y ante el testimonio de Andrés Blando. Se lidió un encierro de Rancho Seco y el toro de la ceremonia se llamó "Cantarero". Aunque el torero de San Bernardo no pudo redondear, deslumbró al público con detalles de su extraordinaria clase y desde ese primer momento se le catalogó como un torero artista al que era preciso "esperar".
Las siguientes actuaciones de Pepe Luis en la plaza de la capital fueron irregulares, hasta que llegó la tarde del 11 de febrero de 1945 en la que se topó con un bravo toro de Piedras Negras de nombre "Anillito", y tras cuajarle una faena formidable cortó su primera oreja en El Toreo.
Este triunfo le llevó a torear cinco corridas más a lo largo de las semanas siguientes e inclusive participó en el festejo por la Oreja de Oro, el miércoles 28 de febrero. Aquella corrida en la que actuaron Cagancho, El Soldado, Antonio Bienvenida, Antonio Velázquez y Luis Procuna, se jugó un encierro de Torreón de Cañas y tanto el trianero como el de San Bernardo dieron un mitin. El trofeo fue a parar a manos de Velázquez, el aguerrido leonés que le cortó la oreja y el rabo al toro "Cortesano". Cabe mencionar que en esta época no existía en México el premio intermedio de las dos orejas, así que se premiaba a los toreros con una oreja u oreja y rabo.
El 7 de marzo, otro festejo que se celebró en miércoles, Pepe Luis dio un recital con el capote ante un lote de Pastejé y cuatro días más tarde, el domingo 11, desaprovechó a un buen toro de San Mateo y se tuvo que quedar con el sabor amargo de una bronca en la última corrida de su primera temporada mexicana en la que también incursionó en las plazas provincianas de León e Irapuato.
Conmoción manoletista
En el otoño de 1945, la noticia de la llegada de Manolete a México significó una enorme conmoción popular no sólo en el ambiente taurino, sino en los demás órdenes de la vida social y cultural del país.
La escala en Cuba sirvió para que el popular cronista de radio Paco Malgesto hiciera una oportuna primera entrevista al Monstruo en el avión que los traía a tierras aztecas.
La expectación fue tremenda. Y a las pocas horas de que se abrieron las taquillas de El Toreo, se agotó el boletaje. Nunca antes se había vivido un hecho de esta magnitud por ver al gran figurón de la España de la posguerra. El entusiasmo era desbordante y las pasiones estaban encendidas al máximo en una época en que la colonia española de México todavía tenía muy vivo el recuerdo del exilio de su patria.
Manolete fue recibido en el aeropuerto de la capital mexicana en medio de un aluvión de aficionados que estaban mezclados con periodistas y curiosos. De inmediato se marchó al campo bravo de Zacatecas para torear unas becerras en la ganadería de Torrecilla, casa de la cual procedía el encierro que iba a estoquear el 9 de diciembre, en su esperada confirmación de alternativa.
La corrida fue todo un acontecimiento nacional y El Monstruo no defraudó porque al toro de la ceremonia, "Gitano", le cortó la oreja y el rabo tras una lidia impecable y muy en la cuerda de su hierático estilo. El quinto de la tarde le propinó una cornada grande pero limpia al ejecutar una verónica, no obstante que el de Torrecilla se había vencido por ese pitón. Convaleciente en el hospital, durante una entrevista que se convirtió en anécdota, un reportero le preguntó a Manolete porqué no se había movido del sitio. El cordobés respondió con una media verónica repleta de senequismo: "Porque si me hubiera movido no sería Manolete".
El padrino de Manolete fue Silverio Pérez, el adalid sentimental del toreo mexicano. Aquel Faraón de Texcoco que, curiosamente, ya había compartido un cartel novilleril en España con el torero cordobés el 1 de mayo de 1935 cuando hicieron el paseíllo en la plaza madrileña de Tetuán y en el cartel había figurado, erróneamente, el nombre de Manuel como Ángel, Ángel Rodríguez.
Quién les iba a decir a ambos que diez años después coincidirían en otras circunstancias tan distintas, convertidos ambos en dos toreros muy representativos. Y es que, en general, los toreros mexicanos se tomaron la venida de Manolete como algo personal; sintieron que era su deber sacar la casta y dar la cara por México.
Silverio también cortó la oreja y el rabo del cuarto, de nombre “Cantaclaro”, al que le hizo una de sus faenas mágicas. Y el tercero en el cartel, Eduardo Solórzano, el hermano menor de El Rey del Temple, que toreaba su última corrida en la plaza de la capital porque había declarado que "Con Manolete no se puede, por eso me retiro", estuvo a la altura del compromiso y fue ovacionado en una corrida que quedó para la historia.
En este contexto, la figura de Pepe Luis cobraba fuerza por ser un torero complementario de Manolete. Por algo fue el compañero con el que más paseíllos realizó a lo largo de su carrera, un total de 120 según las estadísticas de José María Sotomayor que se anexan en la biografía escrita por Santiago Araúz de Robles. Si el primero era la expresión más profunda del toreo, con la carga tan profunda que significaba su enorme personalidad, las maneras del sevillano eran la representación más grácil del ángel; el toreo con arte y chispazos de una calidad excelsa que dejaban el ambiente preñado de sabor. El artista sevillano era de esos casos inusuales en el toreo porque cuando estaba bien dejaba una honda huella y quizá por eso Manolete nunca ocultó que le tenía mucho respeto como torero.
Y... se abrió el tarro
El buen sabor de boca que había dejado Pepe Luis le sirvió para contratarse en la Temporada 1945-1946. Y antes de la presentación de Manolete, el torero sevillano actuó la tarde del 4 de noviembre acartelado con El Soldado y Luis Briones para lidiar un encierro de Coaxamalucan. Estuvo cumbre con el capote y volvió a las tres semanas, el 25 de noviembre, ahora compartiendo créditos con Calesero y Luis Procuna. En esta ocasión tuvo una comparecencia bastante gris y pasó inadvertido.
Así se sucedían sus actuaciones que se prolongaron hasta que llegó la tarde más importante de su paso por México: El 17 de febrero de 1946, al lado de Manolete y Luis Procuna, dos toreros con sello propio.
La magnífico encierro de Coaxamalucan permitió un triunfo clamoroso de la terna porque cada uno cortó la oreja y el rabo de uno de los toros de su lote. Manolete inmortalizó a “Platino”, cuya película forma parte del recuerdo imborrable de la huella de aquella tarde. Pepe Luis hizo una faena de sublime inspiración con "Cazador", mientras que El Berrendito de San Juan cuajó a "Cilindrero". Apoteosis de los tres espadas que al final recorrieron el redondel en compañía del ganadero Felipe González, mejor conocido en los círculos ganaderos como “Gallo Viejo”, dueño de la representativa hacienda tlaxcalteca.
La lidia que dio Pepe Luis a "Cazador" alcanzó cuotas artísticas difíciles de superar porque destapó el tarro de las esencias y se desgranó la magia de su toreo. De la faena se recogieron diversos testimonios entre los que destaca un fragmento de la crónica que de aquella corrida hizo el destacado periodista Carlos Septién García:
"Castellano de Andalucía sin sombra alguna de olivar gitano, Pepe Luis trenzó una obra de luz en la que se fueron trabando clasicismo objetivo de Cervantes y la subjetiva transparencia de Juan Ramón Jiménez; el ritmo diamantino de un romance clásico -‘helo, helo por do viene el infante vengador’- y la gracia firme de una copla moderna de Gerardo Diego; la madurez de un soneto de Lope de Vega, y el cabrilleo impetuoso de un cantar andaluz. En ágil rasgo Pepe Luis, el jubiloso clásico moderno, fue hermanando la suave inocencia de Platero -en aquellos derechazos de viñeta- con la austera figura de Quijano salida del rigor caballeroso de los pases naturales; y mezclando en milagro de belleza las sombras dramáticas de Goya que envolvieron el arrojo primitivo de los pases de pecho, con la luz jubilosa que chispeó en espléndida unidad torera el verbo rudo de Pedro Romero el de Ronda, y el ímpetu joven de José Gómez Ortega, el Sevillano; aunando la tragedia de Belmonte y la gracia soleada de Chicuelo; forjando, en fin, una faena sápida, aromosa, plena; jerez de cien años escanciado en cristal de nuestra época”.
El aroma del Pepe Luis todavía se percibe en México porque fue un torero que caló muy hondo en el ánimo de la afición. El breve homenaje que pretenden ser estas líneas, se remite al sincero agradecimiento de su recuerdo a través de las cosas que de él me contó mi madre cuando fue su amigo de infancia en la finca ganadera de sus padres, La Punta.
A manera de airoso remate, como aquellos que prodigaba el maestro sevillano, evoco un breve pasaje del libro "Cornadas al viento" escrito precisamente por Carmen Madrazo y en el cual queda de manifiesto la calidad humana de un torero que cinceló su nombre con letras de oro en la historia taurina de México:
"...Recordé a un chico rubio, bajito, de ojos claros. Recordé mis escasos siete años junto a sus 23. Lo vi por primera vez en La Punta jugando a los naipes conmigo y escuché su sevillano acento; a mi corta edad me impresionaba que, siendo mayor que yo, hablase un español tan cortado. Con mucha frecuencia me subía en sus hombros y con paciencia me paseaba por la casa en esa postura.
"...Fueron muchos los toreros que iban a mi casa y seguramente a todos los vi torear, pero yo solo recuerdo a Pepe Luis en especial, porque fue el único que tuvo la gentileza de jugar conmigo. Me hizo que le tomara como a un amigo.
"Su voz en el ruedo era alegre, con timbre de Verdiales y Sevillanas. Citaba a las becerras con gusto y melodía, algo tan peculiar en él que a ningún otro torero se lo he escuchado. Con Pepe Luis Vázquez conocí el arte y el sabor de las Alegrías”.