-Qué vas a hacer ahorita, si todavía falta mucho tiempo para la corrida –me preguntó Manuel Capetillo en Barcelona, una mañana de septiembre de 1994, después del sorteo.
-Visitar la Sagrada Familia –le respondí.
-¿Qué es eso? –me contestó con curiosidad.
-Acompáñame –le dije– te va a gustar.
Encaminamos nuestros pasos desde la plaza Monumental hacia el inigualable Templo Expiatorio, andando por la Carrera de la Marina, la obra cumbre del arquitecto catalán Antonio Gaudí que comenzó a construirse en 1882 y todavía hoy día no se concluye.
Manuel quería distraer el miedo porque en la tarde su hijo Guillermo debutaba en España, aquel año de la gran faena a “Gallero” de Cerro Viejo, cuando el hijo de muletero tridimensional pensó que se le iban a abrir las puertas taurinas de España y estuvo seis meses parado.
Después de andar las cinco cuadras que median entre el coso y el templo, nos detuvimos frente a la fachada del Nacimiento. Durante unos minutos contemplamos todo en silencio.
-¡Qué maravilla –exclamó Manuel.
-¿Verdad que es una joya? –le pregunté.
-Yo vine a torear a Barcelona en 1951 y nadie me trajo aquí –apostilló con un dejo de frustración.
Entramos y recorrimos su interior calladamente. El sol de mediodía se filtraba por los vitrales, y una discreta tonalidad púrpura iluminaba el rostro del torero jalisciense.
Manuel se arrodilló en una banca y rezó. Más tarde salimos andando, despacio. Aquella mañana la gran sensibilidad de Capeto fue una especie de revelación para mí, pues sin tener referencia alguna de la obra del genial Antonio Gaudí, se emocionó vivamente.
La tauromaquia capetillista es preciso analizarla desde la perspectiva del arte, ya que su esencia se fundamentaba en algo tan intangible y fantástico como es el sentimiento, la fuerza inspiradora de los artistas.
La forma de torear que perfeccionó con el paso de los años, tuvo su eje en una manera de sentir, tocada por la idiosincrasia de su raza. Asimismo, la personalidad de Capeto no debe entenderse como un arquetipo del mexicano de los cuarentas: charro bragado, mujeriego, audaz, valiente y tierno a la vez, noble y de gran corazón. Qué va.
Su encanto provenía de la autenticidad. Porque nunca tuvo empacho en decir lo que pensaba. Se arrancaba de largo con ímpetu y temperamento. No se rajaba, ni se andaba con cuentos. Desde luego que a veces podían caer mal sus comentarios, porque carecía de tacto para decir las cosas, pero nadie podrá negar que Capeto tan arrebatado como sincero.
A esta forma tan recia de comportarse, añadía, por otra parte, una sabrosa pizca de simpatía. Ahí era donde su carácter adquiría el exultante tono de grandiosidad, que iba aparejado con una estampa gallarda que imponía respeto –quizá hasta temor–, pero a la misma vez una ternura casi contradictoria. Y en medio de esta expresión tan atrayente, el sentimiento volvía a ser el catalizador perfecto de todo su ser.
Manuel Capetillo era una de esas personas que puede pasar mucho tiempo sin verla, pero cuando se aparecía, con ese andar un tanto desgarbado y su carismática sonrisa en los labios, su abrazo era franco, repleto de reciedumbre y entrega.
La influencia de Silverio
Manuel fue un luchador incansable; un hombre que estuvo a punto de perder la vida en los pitones de un toro. Sin embargo, de ese trago tan amargo salió fortalecido y se abrió camino con faenas clave, dotadas de una intensidad difícil de igualar.
El impacto que provocaba Capeto en el público era mayúsculo: series largas, casi interminables, hasta que el toro se paraba; muleta planchada y cintura retorcida; figura de pecho henchido y corazón palpitante.
Sus muletazos eran de una dimensión hasta entonces desconocida, hilvanados por el éxtasis del sentimiento. Manuel se rompía toreando y sacaba de adentro un aluvión de sensaciones, las que invadían el redondel y proyectaban al tendido una emoción especial.
El mejor toro mexicano de su época, proveniente del encaste Llaguno, contribuyó en gran medida a la consolidación de su tauromaquia. El toro que iba a más, como el famoso “Tabachín”, de Valparaíso, arando la arena con el hocico, mientras la muleta de Capetillo se daba vuelo y trazaba un pase hondo, cargado de sentimiento. “¡De aquí hasta allá!” decía él mismo en la frase que acuñó.
Manuel nunca ocultó su profunda admiración por Silverio Pérez. Por el contrario, siempre dijo que su forma de expresar tenía un inspirador natural: el Faraón de Texcoco.
En este sentido, me atrevería a afirmar que el toreo de Capetillo añadió al barroquismo silverista su propio abigarramiento de estilo, que a veces rayó en lo churigueresco. Quizá por eso le gustó tanto la Sagrada Familia el día que fuimos juntos a visitarla. Y es que si Gaudí le hubiese visto torear, se hubiera convertido en un capetillista fervoroso.