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Mariano, una anécdota y una entrevista

Lunes, 15 Oct 2012    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna de este lunes en La Jornada de Oriente
La muerte de Mariano Ramos ha sido como un rayo devastador a las puertas de la temporada grande capitalina. Devastador, al menos, para los que vimos y disfrutamos del torero recio y poderoso del diestro de La Viga, siempre hasta donde los taimados estrategas del medio taurino mexicano lo permitieron, pues mal iban a consentir que un maestro de tamaños alcances se les subiera a las barbas ni a ellos ni a los fenómenos cuyas cómodas carreras administraban. Y no hace falta señalar nombres ni circunstancias porque los tiempos de la trayectoria profesional de Mariano hablan por sí mismos.

Mariano Ramos Narváez nació en el Distrito Federal en 1952 y fue, antes que nada, un charro completo y precoz, que cuando llegó a los toros mantenía una relación casi familiar con el caballo y se había preparado lidiando vacas toreadas y pudiendo con ellas, como pudo con cuantos novillos y novilleros le salieron al paso durante su arrolladora temporada veraniega de 1971.

Luego de tan contundente demostración –nueve orejas en otras tantas novilladas en la México, culminadas con la obtención del Estoque de Plata–, la alternativa con honores era inevitable. Se la dio, en Irapuato, Manolo Martínez (el 20 de noviembre de 1971, con "Campanero", de Santacilia, y de testigo Paquirri), mismo padrino de su confirmación en la Monumental (05.12.71, con "Antequerano", de Tequisquiapan), y sería Curro Romero quien le cediera en Madrid, y en plena isidrada, un toro negro de Baltasar Ibán (el 20 de mayo de 1974).

Aunque lo cierto es que ni allá ni aquí hubo quien aquilatara en su real valía lo que Mariano era capaz de hacerles a los toros, siempre desde una comprensión apabullante de su carácter e intenciones, y con una facilidad que muchos confundieron con ausencia de sentimiento y enjundia torera. Como si estos atributos tuvieran que ser declarados mediante gestualidad almibarada y develados en los textos de los publicronistas, no en el ruedo y frente al toro.

Por supuesto, Mariano Ramos, el último maestro escueto y auténtico de nuestra tauromaquia, fue la víctima más visible y directa de la drástica reducción del toro que se abatió sobre la realidad taurina del país, profundizando como si de una conquista se tratase –así lo presentan aún algunos interesados tapasoles– la indecorosa moda del eral o el utrero mochos que dominó la escena durante las productivas incursiones por lazas mexicanas de Manolete, primero, y El Cordobés años más tarde. Con el añadido de un esmerado cultivo –bajo la égida martinista– del monoencaste sanmateíno, que eliminó de la cabaña brava nacional todo vestigio ganadero relacionado con ese tipo de toro entero e incómodo ante el que Ramos Narváez habría campado a sus anchas. Pero aún así, Mariano fue capaz de obras que todavía se recuerdan, al lado de nombres como "Abarrotero", "Mil Amores", "Azucarero" o, sobre todo, "Timbalero", donde el denominador común fue precisamente su torerísima forma de domeñar a astados de seca bravura para terminar toreándolos templada y bellamente.

La anécdota

Casi pasó inadvertida, pero no se me olvida, ni creo que Heriberto Murrieta la tenga olvidada, pues fue él quien le acercó el micrófono a Mariano aquella tarde de mediados de los ochenta, en Torreón, luego que el torero de La Viga rechazara el premio de la oreja con que público y juez habían premiado su faena. ¿Por qué lo hiciste?, le inquirió Beto: "Porque sinceramente no creo que haya sido una faena de oreja. El toro se apagó demasiado pronto y aunque estuve ahí no hubo forma de hacerlo ligar las embestidas. Te repito, no hubo lo que yo entiendo que debe ser una faena que se merezca una oreja y por eso, con todos mis respetos al público y al señor juez, preferí dejarla y me limité a agradecer la ovación".

Quizás la respuesta de Ramos a Murrieta pudiera parecer normal a alguien poco familiarizado con los usos y costumbres que privan en el medio taurino. Para nosotros, tan insólita manera de sincerarse sólo puede corresponder a un hombre cuyo pacto con su verdad íntima está más allá del fingimiento y la apariencia. Así vivió y toreó siempre Mariano Ramos. Sin importarle poco ni mucho si lo realizado iba a gustar o no. Torero para toreros, sí, pero, por encima de todo, torero y hombre por y para sí mismo. Sin exhibicionismos, tapujos ni dobleces.

La entrevista

Hace algunos años compartí mesa con Mariano durante el homenaje que el ayuntamiento de Puebla le brindó atendiendo a su brillante trayectoria. Retomo hoy lo que a mi juicio son los fragmentos-argumentos principales de aquella conversación.

Durante treinta y tantos años, Mariano Ramos se ha vestido de luces y ha salido a las plazas sin otro afán que ser cada tarde él mismo, igual de honesto, llano y cabal. Ese hombre alerta y lúcido que conoce al toro y al toreo como pocos. Aunque, ya se sabe, maestros así, tan por encima de modas y esnobismos, navegan siempre a contracorriente, pues sus cualidades analíticas, su holgura técnica y su difícil facilidad dan a la lidia un aire de didáctica sencillez que incomoda al profano y descoloca al buscador de excitaciones fáciles.

Gran torero y gran conversador

El periodista conoce el medio y sabe que la entrevista ha degenerado hacia lo rutinario y previsible, pues el personaje –sea político, intelectual, deportista o torero—, se deja ganar por un permanente temor a ser él mismo y apelará por sistema al más convencional  repertorio de frases que nada dicen y a nada comprometen. Mariano, en cambio, habla como torea: con inteligencia, con pureza, sin asomo de presuntuosidad. Y –cualidad que honraría a cualquier ser humano– sin la menor reticencia para reconocer méritos ajenos. "Tres toros he visto torearse por nota, absolutamente, y es un espectáculo inolvidable: creo que uno no se retira porque sigue aspirando a despertar en otros una emoción parecida. Uno fue en Bogotá, de González Piedrahita y nobilísmo: Manzanares lo bordó y le cortó las orejas alternando con el colombiano Jorge Herrera y conmigo. Otro en San Cristóbal, Venezuela: era de San Mateo, pesó más de 600 kilos y no se cansó de repetirle al Capea, que lo pinchó mucho, si no le corta el rabo. Y el otro a mi compadre Rafaelillo el día de la Oreja de Plata de 1971, en la México. Estuvo mal con la espada y el trofeo me lo dieron a mí, pero ese día sentí que se lo había ganado a un monstruo del toreo. Y lo que son las cosas: a Rafael, ya de matador, se le torció el camino, mientras que a mí se me fueron facilitando las cosas.

Hitos y faenas

Figura internacional, Mariano ha cuajado toros en la México –el mejor, "Azucarero", aquel berrendo de Tequisquiapan, pues "lo de 'Timbalero' fue más en tono de pelea, algo menos fino"–, en los estados –!una de mis mejores tardes fue aquí en Puebla, el año 76, en la portátil Ponciano Díaz: a mi primero, un colorado precioso, lo indulté, pero dicen que estuve mejor con el último, otro toro cuajado y fuerte de don José Julián Llaguno"–, pero también en Sudamérica –"a don Fernando de la Mora padre, en Cali, lo saqué a que diera conmigo la vuelta al ruedo llevando yo un rabo simbólico, pues ese día indultamos"–, y por supuesto en España –"Conchita Cintrón escribió una crónica preciosa de mi triunfo con un extraordinario toro de Martínez Benavides, pero la situó equivocadamente en Sevilla, plaza que nunca pisé: en realidad fue en Valencia y sí, ese día me sacaron en hombros. Pero mi mejor faena allá, y una de las mejores de mi vida, se la hice en Pamplona al toro más bien hecho que recuerdo, un Santa Coloma puro de Martínez Elizondo que salió sensacional. ¡Qué maravilla de animal!”

Y qué maravilla de conversador Mariano Ramos, que habla con la misma sencilla grandeza con que torea. (La Jornada de Oriente, 11 de julio de 2005).

Heredero de una ilustre tradición

Siempre se ha dicho que el público mexicano, esencialmente sensible y torerista, digiere mal lecciones de sabiduría impartidas desde la arena. Pero el caso es que nuestra tauromaquia puede dar testimonio de una línea entera de grandes toreros cuya nota distintiva no fue ni el arte ni el sentimiento ni la desnuda valentía sino, precisamente, la maestría. El primero y mejor fue, claro está, Fermín Espinosa "Armillita". Pero bien acompañado siempre. En sus primeros tiempos, por Heriberto García. Más tarde por David Liceaga. Y de últimas, por Carlos Arruza. No han sido ellos nuestros únicos maestros consumados, pues habría que agregar a a la lista toreros tan grandes como Fermín Rivera o el mismo José Huerta. A esa altura hay que situar a Mariano Ramos, sin duda el de más larga trayectoria profesional. Y, con Armilla, el de más efectivo poder sobre los toros si a cornadas sufridas vamos: sólo dos, leves por fortuna, en más de mil corridas toreadas.

Habría que recordar, ahora que Mariano ya no vive y nuestra tauromaquia navega al garete, la frase-compendio "maestría sin país", que Leonardo Páez alguna vez le dedicó.


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