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Desde el barrio: La madurez de Joselito

Martes, 17 Abr 2012    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
Le vimos llegar a España cuando apenas era un niño avispado y simpático. Traía entonces en su maleta el desparpajo de un inicio precoz, incluidos un par de triunfos como becerrista en La México que podrían haber desaconsejado ese viaje a la incertidumbre. Pero día y noche, tutelado como un hijo por El Quitos, aquel chiquillo menudo y sonriente se dio al sacrificio del toreo buscando a muy largo plazo una forja más sólida en el toreo.

Le hemos visto crecer, en lo físico y en lo personal. Y también en lo taurino, hasta llegar a esas primeras tardes de alternativa en las que se permitió el lujo de hacerse fotos a hombros con las principales figuras del toreo español. Pero, como a tantos, le tocó luego atravesar el suplicio de los primeros años de matador, con enfermedad añadida.

Francia y sus serias y duras corridas fueron moldeando su figura y su tauromaquia, haciéndole olvidar, casi a la fuerza, aquel concepto bullidor y efervescente de sus primeros tiempos. Entre México y Europa fue olvidando sus modos y sueños de adolescencia en una metamorfosis de desiguales resultados, debatiéndose entre la fidelidad a sus raíces y la búsqueda urgente de un oficio que le ayudara a salir de entre las rocas. Y lo ha conseguido: Joselito Adame ha llegado por fin a su madurez como torero.

Y ha sido en el momento justo, en el más oportuno, hasta poder proclamarlo con claridad el mismo día de su presentación como matador de toros en Sevilla. La actuación de Adame ayer en La Maestranza va a marcar un antes y un después en su carrera.

A pesar de la oreja que paseó por el albero, tal vez no fuera la suya una tarde rotunda, de esas de triunfo clamoroso y altisonante. Básicamente porque su lote de toros del Conde de la Maza no lo propició. Pero, precisamente por eso, su éxito fue más elocuente, porque sacó oro de donde no había veta. La mejor prueba de su madurez profesional y artística.

Tranquilo, sin dejarse llevar por la presión del escenario, Joselito pisó el ruedo maestrante con el sosiego de los toreros cuajados. Llenó plaza, dio valor y contenido a los tiempos muertos, y supo centrar la atención de la afición sevillana, de siempre tan desdeñosa con los forasteros.

Actitud, sí, pero también aptitud, porque su disposición se tradujo en resultados concretos, como esa intensa serie de derechazos que le cuajó a su primero antes de que el animal se echara exangüe a causa de la gran hemorragia que le provocó un puyazo en mal sitio. Y más aún con el sexto, a corrida vencida, cuando fue capaz de remontar una tarde que se iba por el sumidero de la decepción.

Le hizo Adame a ese "villamarta" un quite por zapopinas tan pausado y airoso que, desde ahora, tiene derecho a bautizarlas como “adaminas”. Y, sin renunciar en ningún momento a su sentimiento mexicano, ni en variedad ni en concepto, sacó partido suficiente de un animal deslucido, que apenas si se entregó pero al que Joselito aprovechó de más con inteligencia, valor y un gran sentido de la medida y de la escena.

Cuando en México copan la atención otros nombres más frescos y nuevos, Adame ha dado un golpe en la mesa, ahora que el futuro de la torería azteca se juega en plazas hispanas. Han pasado los años y aquel niño gracioso que jugaba al toro se ha convertido en un torero muy serio. La lástima es que no esté en este San Isidro tan mexicano que nos espera.


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