Desde el barrio: Plomo, porcelana y acero
Martes, 25 Oct 2011
Madrid, España
Paco Aguado | Opinión
La columna de este martes
Ayer en Madrid despedimos a Antoñete. No éramos muchos, porque faltó gente. Del toro, por supuesto. Hace tiempo que la familia taurina, como tantas otras de padres separados e hijos inestables, anda desestructurada. El sentimiento de compañerismo parece haberse perdido también en el toreo, afectado de estos tiempos confusos e insolidarios.
En Las Ventas, la que fue la casa del maestro, hubo toreros, claro que sí, pero no todos los que debían. Y taurinos, aunque no estuvieran muchos de los que más tienen agradecer al maestro del mechón blanco un alto porcentaje de las ganancias familiares.
Y hubo, también, visitas interesadas, de las de dejarse ver. Medallas, golpes de pecho, pomposos homenajes póstumos, como en tantos duelos. Y poses ficticias, gentes añadidas a la vida del toreo teñidas de negro interés. Qué lejos de la autenticidad torera de Chenel a través de una vida y una carrera de gloriosos altibajos.
La única verdad en aquella oscura capilla ardiente bajo los tendidos de piedra era la de la muerte, aterciopelada de verde la mortaja, reflejado en lila y oro el rictus último. Y la de esa Virgen de la Paloma del capote de paseo, bandera de seda bordada que envolvió al viejo guerrero, refugio castizo de los prólogos tensos de cada paseíllo en Madrid.
Y la verdad del sentimiento de cientos de aficionados anónimos que pasaron ante el féretro para agradecer tanta emoción vivida, tantos sacudidas del alma como les brindó aquel hombre resurgido de sus propias miserias para engrandecer el recuerdo de los sesenta con el clamor de su toreo de los ochenta.
Aquella del toreo, reflejada en los ojos, era la causa que unía ante el féretro de Antoñete a los limpios de espíritu, la que distinguía a los agradecidos de los interesados. La causa del toreo, del gran toreo que aquel bohemio genial sembró sin aliento durante décadas por ese ruedo venteño al que, finalmente, no pudo salir su ataúd a dar la postrera vuelta al ruedo.
Por la Puerta Grande sí que salió, por última vez, el recuerdo de tantas tardes de huella profunda en aquel Madrid que se reconoció a sí mismo en los ochenta, también en los toros. Reaparecido desde las cenizas, rejuvenecido en la falta de facultades, aquel torero viejo refrescó el espíritu de quienes le olvidaron y removió el de los más jóvenes, líderes de una "movida" que no tuvo complejos en sentarse en la piedra de Las Ventas atraída por la revelación.
Y lo hizo con plomo en los pulmones, de tanto rubio americano vivido y aspirado, con porcelana en los huesos partidos, de tanta hambre engañada, pero con acero en un gigante corazón torero que hizo virtud y recursos de la decadencia física para seguir asumiendo la pureza y el riesgo del arte más auténtico.
La colocación exacta, el cite perfecto, el embroque enervante, la ligazón irrenunciable, la expresión de un pecho henchido en nicotina, la ductilidad de una cintura desbordada, la flexibilidad artrósica de las rodillas, la extensión de unas muñecas sabias que no perdieron la conexión con la entraña.
Así toreó Antoñete para la eternidad, como el día de su testamento en Jaén, como recordaban tantos devotos anónimos que, sin intereses, pasaron por ayer Las Ventas a agradecerle tanta vida regalada con el toro.
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