La ruptura del convenio hispanomexicano firmado en 1944 sobrevino menos de tres años después por iniciativa del Sindicato del Espectáculo español. Fue una maniobra política encabezada por los Dominguín y dirigida contra Manolete y Arruza, que eran los mandones de la fiesta en la península.
Las negociaciones para reanudar relaciones partieron también de los diestros hispanos, cuyos directivos –distintos de los de 1947– viajaron a México para formalizar el acuerdo. Eran éstos Agustín Parra "Parrita", Curro Caro, Rafael Ponce "Rafaelillo" y Paco Muñoz. A ambos lados del Atlántico se organizaron festejos taurinos para celebrar simultáneamente la reconciliación. Las plazas elegidas fueron la México, Madrid y Barcelona. Y la fecha elegida, el domingo 25 de febrero de 1951.
Fiesta a lo grande
En la capital de la república el cielo era limpio y azul y la reventa había hecho su agosto cuando partieron plaza las cuadrillas de Curro Caro, Carlos Arruza y Antonio Velázquez. De la barrera colgaban vistosas guirnaldas y, en los medios, una alfombra polícroma lanzaba vivas a México y España. Aguardaban en los toriles seis ejemplares de Pastejé de hermosa estampa y buena leña en la sesera. Y tras el paseíllo –música, confeti, serpentinas– el júbilo alcanzó caracteres de verbena y, entre dianas y ovaciones, fueron llamados a recorrer el anillo los tres alternantes junto con los visitantes Parrita y Muñoz, que dejaron sus barreras para responder al reclamo del público.
En ese clima de euforia, se abrió la puerta de toriles y apareció el primer toro de Pastejé, de nombre "Barbián", con 449 kilos muy bien repartidos en su armoniosa anatomía.
Arruza… y otros dos
El madrileño Curro Caro, que se dio a conocer en México en 1934 y a estas alturas era en España un diestro marginal, demostró oficio y buenas maneras en sus dos turnos. Era, además, un estoqueador clásico y certero, y la gente le dispensó un trato exquisito, apreció su buena voluntad y suficiencia lidiadora y lo llamó al tercio a la muerte de sus dos toros.
Velázquez, tras su encumbramiento en la década anterior, había entrado en una etapa de difícil comunicación con el público, que dio en exigirle un tipo de toreo poco acorde son su indomable valentía, poco cuidadosa de formas. Esta vez, lo mejor que hizo fue un quite por fregolinas ajustadísimas al primero de la tarde. Con los suyos, que tenían bastante que torear, anduvo tesonero y voluntarioso, su sello de siempre, pero no conmovió al cónclave y su labor se silenció.
Carlos Arruza no había toreado en la Plaza México sino la corrida de la Cruz Roja de 1948 y la anterior a ésta de La Concordia, anunciada como su reaparición en los ruedos –se había "retirado" en El Toreo tres años antes (22-02-48)–, pero el ganado de La Laguna, chico y manso, vedó cualquier posibilidad de lucimiento. De suerte que llegaba a esta corrida con su reconocido amor propio a flor de piel. Y como los de Pastejé –preciosa corrida—salieron por los fueros de su divisa, ofreció Carlos una tarde para la historia.
Para abrir boca
Con su primero, "Temblador", apareció ya el Arruza desbordante de celo y poderío. Veroniqueó con fría firmeza, lo llevó al caballo por tapatías de regio compás, quitó por gaoneras ajustadísimas, colgó tres pares espléndidos, adornados con galleos para colocar él mismo al bicho cómo y dónde le vino en gana. Y la faena fue un dechado de alegre poderío, ante un animal que, dominado y obligado, se paró pronto. Un volapié de su marca –era Carlos un gran estoqueador—abrió paso a la primera oreja.
Auténtico Ciclón
Pero aquello fue nada comparado con lo del quinto. Era "Holgazán" un toro precioso, zaino, astifino y muy bravo. Y que seguramente dio de sí mucho y muy bueno –sus restos merecerían la vuelta al ruedo—por lo bien que Carlos llevó su lidia. Ésta no tuvo desperdicio. De nuevo, el capote del Ciclón se meció con un sabor y un gusto que en su etapa anterior no habían sido su mejor característica. Ofreció un segundo tercio colosal, que hizo caer sombreros a la arena. Manifestaciones de júbilo que se multiplicarían durante la faena de muleta, a la que llegó "Holgazán" pronto, codicioso y con cierto picante.
Arruza inauguró su trasteo con ayudados por alto, más quieto que una estatua. Engarzó derechazos y naturales de trazo limpio y figura erguida, citando desde largo al principio y acortando las distancias conforme las energías del de Pastejé lo iban dictando. Se apretó en inverosímiles vitolinas cambiando el viaje de "Holgazán" en apretadísimo terreno…
La última parte de la faena la planteó en corto, hizo el teléfono de pie y de rodillas, hubo molinetes y lasernistas, también de hinojos. Jugó con el toro en doblones torerísimamente rematados rodilla en tierra, y pasó por alto la ya corta embestida, girando en la cara del animal con elegante desparpajo. Por último, sepultó la espada en limpio volapié, para fulminar al hermoso animal. Aquello fue de apoteosis, las orejas y el rabo estaban cantadas, dio tres vueltas al ruedo entre aclamaciones sin cuento, el entusiasmo del público, indescriptible, no tenía para cuando terminar...
No sólo había recuperado México a su figura mayor; la gran cazuela pudo ver, vivir y celebrar el jubileo de un Carlos Arruza remozado, con más color externo y más llama interior que antes, dueño del poderío avasallador de siempre y haciendo el toreo con una prestancia sólo accesible a los grandes. Fue ésta su tarde más redonda e inspirada en plazas de la capital, ya fuesen El Toreo –el antiguo y el actual– o la Plaza México. Una tarde, un triunfo, de los que quedan prendidos de la historia.
Madrid y Barcelona
Los otros dos festejos conmemorativos del nuevo convenio hispanomexicano se verificaron, como quedó dicho, en la plaza de Las Ventas y en la Monumental de Barcelona. Trataban de subrayar la feliz consumación del pacto, pero la temporada española aún no se iniciaba formalmente y era complicado conjuntar carteles de primera, por lo que se dieron sin la participación de nombres sonoros.
En Las Ventas partieron plaza el madrileño Manolo Escudero, el gaditano Rafael Ortega y el mexicano Antonio Toscano, sin que una mansada de Moreno Yagüe colaborara con sus buenas intenciones. Ortega dio la única vuelta al ruedo bajo un frío todavía invernal que, lógicamente, disuadió a los aficionados, presentes en muy discreta cantidad.
Mejor lo pasaron los catalanes
La representación mexicana la llevaba Juanito Silveti, muy animoso y torero con sus dos adversarios, de Marceliano Rodríguez; tras despachar a su primero lo llamaron al tercio, y al final fue cálidamente ovacionado. Valiente, sin más, estuvo Rafael Llorente, el pequeño torero de Barajas. Y la única oreja fue para Antonio Caro –hermano de Curro, primer espada de la Corrida de la Concordia nuestra–, que se explayó a gusto por naturales ante un primer toro propicio y noble.