Un día como hoy, 22 de septiembre de 1997, murió un gran hombre: Federico Garibay Anaya, periodista y escritor tapatío que a la edad de 44 años enfrentó una terrible leucemia con una entereza ejemplar, y a la que dio la cara con valentía hasta el último minuto de su existencia.
Porque la entrega a su profesión quedó patente aquella última madrugada de su vida, una vez que había escuchado la transmisión de la novillada de la Plaza México a través de la XEW, y pudo escribir, en su cama del hospital, una crónica póstuma que apareció en el periódico Reforma la mañana del día en que había fallecido.
Este gesto de pundonor refleja de cuerpo entero a Federico, un ser humano sensible, educado, responsable, muy devoto, y cuya afición más grande fue la poesía y el toreo. Además de las letras que plasmó en distintos medios, quedará su imagen como consumado declamador que dominaba la obra del maestro Manuel Benítez Carrasco.
Federico quiso ser torero, huelga decirlo, y llegó a vestirse de luces en un par de ocasiones en festejos informales del sur de Jalisco. Aunque no consiguió concretar esta vocación, la canalizó en el ejercicio del periodismo y fue ahí donde encontró, este comunicador egresado del Iteso de Guadalajara, eco a su mundo.
La acuciosidad de sus textos, la limpieza de su estructura, y la sencillez profunda de todo cuando hizo, quedará como un legado para las nuevas generaciones. Lástima que se nos fue tan pronto este querido amigo, personaje de la Fiesta. La enseñanza que nos deja es mayúscula, pues en su trato afable y sencillo se escondía, precisamente, la grandeza de su forma de ser.
Porque este asceta de mirada triste seguirá presente en nuestro recuerdo, y hoy quisimos evocarlo como un pequeño homenaje cargado de sentimiento.