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Tauromaquia: Fiesta rengueante

Lunes, 12 Dic 2016    Puebla, Pue.    Horacio Reiba   
"... continúa fluyendo una incesante proliferación de toreros..."

En los últimos fines de semanas, los escasos asistentes a las corridas de la Plaza México han podido comprobar varios hechos inquietantes. Entre los que explican la casi nula respuesta de público que tiene entrampada a la flamante empresa capitalina están la poco afortunada aglomeración de festejos, el alza desmesurada al precio de las entradas y el reiterado anuncio de divisas cuya decadencia se ha venido comprobado año con año.

A contracorriente, continúa fluyendo una incesante proliferación de toreros –mexicanos y jóvenes– con posibilidades de cuajar, víctimas de un medio que muy poco hace por comprenderlos, promoverlos y cultivar en ellos a las figuras del futuro. Entendiéndose por figura no la relativa insistencia en tres o cuatro nombres inevitables pero que a nadie importan, sino el encumbramiento de un ídolo popular capaz de llenar las plazas de gente y pasiones, y la escena pública de renovado interés por la fiesta brava. Una fiesta que, sin toros con casta y figuras auténticas, languidece irremediablemente.  

A fuego lento

A la feria anunciada en torno al 12 de diciembre se le suprimió el festejo inicial –parece que se dará el 18– y se le cargó de una costosa publicidad de emergencia con la esperanza de reavivar el ánimo de la aletargada afición capitalina, más pendiente de Donald Trump que de Joselito Adame. Empero, eso no fue suficiente para atraer más público, ni el hato traído de urgencia desde Santa María de Xalpa para la corrida sabatina ayudó a compensar el esfuerzo. A Fermín Rivera lo traicionó reiteradamente la espada –una lástima, tratándose de torero tan puro y poderoso muleta en mano– y a El Payo el ganado; Diego Silveti, en cambio, se fajó como los buenos, demostró que es un torero rescatable y salvó a última hora un festejo desangelado y gélido, en lo taurino y en lo climático. Vista desde esta perspectiva, la oreja de "Dije" vale oro molido… a condición de que Diego sea capaz de ratificar su recuperación y no la deje en simple amago.

En cuanto al festejo de ayer, se hizo evidente que poner dos extranjeros en un cartel  no romperá el desapego de una afición con síndrome agudo de hastío, desvalimiento y abandono. 

Sana envidia

Acaba de darse a conocer de manera oficial que la así llamada Charrería, "tradición ecuestre de México", ha sido declarada por la UNESCO patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, privilegio que hace tiempo venimos reclamando para la tauromaquia un puñado de despistados soñadores, sistemáticamente ignorados por la mezquindad e indiferencia de los actores directos de la fiesta, tanto los que visten de luces o crían vagas aproximaciones al toro de lidia como quienes mueven el tinglado a su sabor. 

Si la tauromaquia moderna se engendró cuando los juegos de toros y cañas de la nobleza se apearon del caballo y fueron retomados por el pueblo llano, la charrería mexicana siguió el proceso inverso: las destrezas de vaqueros para mover el ganado en las haciendas coloniales, devenidas fiesta bajo la forma de jaripeo, pasarían con el tiempo a manos de sus amos hacendados hasta convertirse en el deporte bien codificado que acaba de obtener registro –y lo más importante, protección– por parte del organismo de las Naciones Unidas a cargo de la educación, la ciencia y la cultura.

Ahora bien, sin que nadie ponga en duda el mérito ni el sabor campirano del lucido repertorio de suertes que va de las vistosas escaramuzas de adelitas a los hábiles enlazamientos de reses y equinos o los atrevidos jineteos que culminan con el paso de la muerte,  la verdad es que todo eso a los taurófilos suele dejarnos más bien fríos, en impaciente espera del mole, las carnitas y demás delicias coquinarias, rociadas de buen pulque.

Organizados a conciencia para llevar a la UNESCO la petición de reconocimiento oficial a la tradición charra –requisitos que incluyen el detalle de sus atuendos y aperos peculiares, ejecución modélica de las suertes e historia particular de la misma–, tales gestores habrán encontrado inevitable mencionar, entre los ejecutores insignes de la charrería, a quienes alcanzaron celebridad más por su trascendencia como toreros que por su trayectoria de charros completos, limitada a competiciones regionales sin mayor eco popular.

¿Quiere usted algunos nombres? Ponciano Díaz en el siglo XIX, y en el XX El Meco Juan Silveti, Manuel Capetillo, Jorge "El Ranchero" Aguilar, Joselito Huerta, Manolo Martínez, y en nuestros días José Mauricio. Todos ellos charros consumados, de quienes casi nadie se acordaría si no hubieran expuesto su arte y su sangre en los ruedos del mundo. Aunque ahora resulte que no hay taurino ni vecino capaz de argumentar en favor de la fiesta brava como patrimonio cultural de la humanidad. Y sí, en cambio, muchos detractores dispuestos a reclamar la desaparición definitiva de esta tradición nuestra, mucho más antigua, difundida y relacionada con la educación sentimental de incontables generaciones de mexicanos que el querido deporte charro.

Qué bueno que la charrería tenga ya estatus de patrimonio cultural inmaterial reconocido por la UNESCO. Qué malo que la tauromaquia esté desperdiciando la oportunidad de alcanzar idéntico rango, que en buena medida la protegería de los arteros ataques que la acosan. 

Lima pone el ejemplo

La esperada serie anual de corridas que se celebran en el viejo coso de Acho por los meses de octubre y noviembre acaba de culminar con el festejo que coronó a Roca Rey vencedor por unanimidad en la disputa por el Escapulario del Señor de los Milagros, trofeo instaurado en 1946, cuando se lo trajo a casa el Berrendito de San Juan, Luis Procuna. Eso sí, aunque funge como coempresaria en Acho la mexicana Casa Toreros, solamente un espada nacional pisó esta vez la arena del venerable coso limeño. Y no lo hizo nada mal Joselito Adame, en hombros al lado de Enrique Ponce y Alejandro Talavante (28-11-16) luego que cada cual cobrara un apéndice, dejando de cortar algunos más por culpa de sus mellados aceros. Era la tercera vez que el hidrocálido se presentaba ante los limeños, y fue su tercera salida por la puerta grande de Acho. Mayor regularidad, imposible.

Asimismo, su única aparición en los carteles, en tanto Andrés Roca Rey repetía, para abrir y cerrar feria. Y en ambas ocasiones plantó su bandera: en la inauguración pudo con El Juli, con quien alternaba mano a mano, toros de Garcigrande, y en la quinta y última de feria (05-12-16) duplicó las dos orejas que premiaron una gran faena de Manzanares con las cuatro de los dos bureles de García Jiménez que le cupieron en suerte; al de José María, quinto de la tarde, se le premió con la vuelta al ruedo. Y al abreplaza, Morante le cortó un apéndice. Fue en esa corrida –en la que incurrió en extremos como abrir faena con una arrucina arrodillado en los medios y varios quites cuando sufrió la voltereta cuyos daños le han impedido partir Plaza en la México el sábado anterior.

Celebraba Acho 250 años de vida y la taquilla se movió a tono con la cartelería: entradones de “No hay billetes” las dos tardes de Roca Rey, lleno en la cuarta –la de Ponce, Talavante y Adame con un notable encierro de Juan Pedro Domecq–, y medias entradas en los dos festejos intermedios, en uno de los cuales un astado de Camponuevo –única divisa peruana del ciclo– hirió de cierta gravedad a Daniel Luque, en tanto salían a oreja por coleta del otro el local Joaquín Galdós y el madrileño Alberto López Simón, acartelados en un mano a mano tan sin sentido como los recientes de La México.  

Temporada corta, sí. Programada como feria, también. Y con claro ninguneo de los toreros nuestros, parece mentira que siendo "mexicana" la empresa encontraran acomodo en sus carteles varios espadas de segunda fila y solamente un paisano. Pero así y todo, el resultado global no se parece nada a los que se han vuelto norma por Insurgentes. Un factor diferencial fue, desde luego, contar con un ídolo en casa de los alcances de Roca Rey. Y otro, el buen juego en Lima de las reses españolas, en contraste con la endeblez del nefasto post toro de lidia mexicano, cuya previsible y bucólica mansedumbre mantiene a lo que va quedando de la gran afición capitalina apartada de su plaza Monumental.

Manolo Espinosa RIP

La muerte de un torero retirado siempre nos roba un poco de vida a los aficionados. Y el primer vástago del maestro Fermín Armilla –Manuel Espinosa Acuña, nacido incidentalmente en Lisboa en 1939–, deja el recuerdo de una mano izquierda de pulseo finísimo, que brilló, y mucho, durante el corto tiempo de aquella temporada del 69 en que cuajó varios toros en la México antes de desaparecer de los carteles, arrastrado por una lesión crónica en el hombro que le dificultaba extraordinariamente la suerte de matar. 

Fue Manolo, arquitecto de profesión y ganadero por afición, un torero serio y con arte, dignísimo sucesor de la mayor figura mexicana de la historia. 


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