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Desde el barrio: Simplemente, el toreo

Martes, 01 Sep 2015    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
Como una revelación, un golpe de luz cegadora que arrasara las sombras, un huracán de frescura que aireara el viciado ambiente de esta mediocre y extraña temporada del 2015. Apareció de repente el toreo eterno, con su maravillosa simplicidad, y dejó en evidencia las lacras de la comercialización del sagrado rito, las que mantienen los mercaderes que han invadido el templo.

Eso fue, y eso significó, la actuación de Diego Urdiales el pasado 29 de agosto en Bilbao, la víspera de que se cumpliera, curiosa y exactamente, el treinta aniversario de aquella tragedia con la que "Burlero" dejó el campo libre al oficio especulativo, de concepto y de formas, que ha tiranizado el cambio de siglos de la tauromaquia moderna.

Fueron las del riojano dos faenas, sobre todo la segunda, excepcionalmente sencillas y clásicas en estos tiempos de técnica rebuscada y defensiva, de figuras acomodadas y conservadoras como banqueros, de trasteos interminables en los que los esforzados aparentes necesitan de hasta setenta u ochenta pases vulgares para conseguir lo que basta con veinte brillantes.

Porque el buen toreo no es cuestión de cantidad sino de calidad y de intensidad. Y de ética, más allá de la estética. Porque con sólo veinte pases, que muchos llevamos grabados a fuego, uno a uno, entre nuestros recuerdos más profundos, hace ya unos años que nos conmocionó un hombre a las puertas de la senectud y con un enfisema pulmonar. Antoñete quiso siempre dar la razón a Belmonte cuando dijo que el toreo era un ejercicio del espíritu.

Esa es la clave, la espiritualidad. Pero también la honestidad, la que el propio artista se debe a sí mismo y la que le debe como tributo recíproco al propio toro, sobre todo cuando el animal se entrega al viejo pulso de voluntades con la bravura, la clase y la profundidad con que han embestido unos cuantos que no se cuajaron durante esta misma feria de Bilbao.

La bravura, la entrega total hasta la muerte que dijo el ganadero, pide ante sí una entrega del mismo nivel. Si el animal da su vida y su energía para sublimar el arte, el hombre debe corresponderle entregándole su alma en cada embroque, en cada milímetro del pase y, hasta el último momento, dejándole su femoral de cebo para arrebatarle definitivamente con una estocada en la yema tanta casta y tanta sangre derrochada.

Eso fue lo que hizo Diego Urdiales en Bilbao, donde, con dos toros medianos de Alcurrucén, se convirtió en el perfecto médium, en un sacerdote inmolado a la causa del toreo, entregado sin reservas, como ha sido toda su dura carrera, a su propio convencimiento, ese al que nunca ha traicionado porque ha mantenido una fidelidad innegociable a un concepto clásico e imperecedero que no entiende de otra estética y de otra técnica que la de la honradez más descarnada.

Se basa esa entrega, inexcusablemente, en una geometría de férreo eje frontal, la que ofrece a la embestida los centros vitales, desde el cite hasta el remate, sin escamotearle ni un latido del corazón; un compás de pecho y cintura relajados, de brazos y muñecas sutiles y sabios, que marquen a carnes abiertas el rumbo del toro en ese viaje a los sueños que parte de la honda plomada de piernas y zapatillas sobre la arena para poder volar al tendido.

Con poso y reposo en el envoltorio, con una mágica simplicidad sobre la economía de gestos, con la naturalidad y el esquematismo de los valores eternos del arte, transmitiendo hasta los dulces vuelos de la muleta esa sinceridad del alma que se escapa en cada trazo. Con la imperfección de lo sincero y la honda emoción de un valor templado y nunca cacareado que queda oculto en segundo plano.

Poniendo el acento, la profundidad y la hondura en el vértice que forman pecho, pitones y muleta. Así toreó Diego Urdiales el sábado sobre la arena parda de Vista Alegre, para acabar de un golpe de corazón con tantas horas perdidas en discusiones bizantinas de orejas y de pañuelos, y dejar así, sin discusión alguna, que fueran los propios toreros quienes tomaran la palabra, admiradores por vía telefónica: los Romero, Paula, Viti, Vázquez, Muñoz, Cano, Pepe Luis… que le dieron sus bendiciones urbi et orbi.

Torero de referencia, torero de buenos toreros este riojano de perfil aguileño y mirada honda delante del toro, designado de una vez para siempre como otro de los pocos lunáticos que salvaguarden la eterna memoria del buen toreo sobre este confuso escenario de vanidades compradas y proclamas vacías.

Ya le tardaba en llegar su momento a quien no es, como repiten los tomboleros del tópico, un torero modesto, sino que tiene la modestia de los verdaderamente grandes. Pero por fin, treinta años después de que Yiyo nos dejara, Urdiales ha conseguido este incontestable golpe de credibilidad absoluta que, no nos engañemos, también se ha convertido en uno de los personajes más molestos del momento. Simplemente, por hacer el toreo.


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