Irónicamente, una temporada marcada por el auge del cada día más fofo y soso post toro de lidia mexicano terminó con una especie de insurrección de la bravura. Suele ocurrir. En los genes de esta singular raza bovina permanecen encriptados los rasgos que hicieron posible el toreo, atemperado su antiguo ímpetu acometedor –el celo, la fiereza, la gana de hacer presa—por una humillación obediente y fija, rectitud en los envites y viajes largos y ligados. Todo eso que fue liberando a la corrida de su primigenio sentimiento de horror, poco a poco reemplazado por emociones más nobles, dotadas las obras toreras de una fuerza nueva; esa belleza y esa alegría extrañamente dramáticas, en que la eclosión de la estética no eliminaba la sensación de riesgo.
La otra consecuencia de lo recién visto en la Monumental es que basta la voluntad de ganaderos conscientes de su papel y su responsabilidad para reflotar esos genes y acercar la posibilidad de este tipo de escenas, sin las cuales la tauromaquia languidece y el público se aleja de las plazas. Si este invierno se alejó tan drásticamente de la México, por algo será.
Xajay. Otro guiño irónico: que pese a la contumacia de la empresa en basar su cartelería en un corto número de divisas afines --aunque esto conduzca a la inexplicable suelta de moruchadas como la que Barralva envió a la corrida de aniversario-- se hayan colado hasta el ruedo capitalino astados de muy otro comportamiento, que devolvieron el gozo de una fiesta en plenitud a los escasos espectadores presentes. Incluso, que uno de esos hierros amigos –el de Xajay—haya desmentido a última hora la decadencia programada mediante dos bureles de conducta opuesta pero parejamente interesante: el indultado “Gibraltar” –sin duda el toro de la temporada—, y el 5º de esa misma tarde, un morlaco con las hechuras y los resabios propios de la adultez y la casta sin pulir, dispuesto a dificultar el lucimiento entendido a la manera convencional. Y es que animales así introducen en la lidia una dimensión radicalmente distinta, capaz de fracturar la monotonía que hoy agobia nuestras corridas.
Si “Gibraltar” encontró en Sergio Flores una respuesta acorde con la exigencia de aguante, temple y mando contenida en su encastada nobleza, el otro, “Ojo Alegre” de nombre, cárdeno capuchino de pinta y veleto de encornadura, demandó de Talavante y su cuadrilla un alerta permanente y la puesta en juego de recursos extra, sin los cuales la emoción languidece y la tauromaquia está incompleta. Por eso desató clamores el segundo tercio cubierto en gran forma por Juan José Trujillo, y decepcionaría en la misma medida la posterior inhibición del matador en turno.
La Joya. Al contrario de Xajay --que año con año le saca las castañas del fuego a la desaprensiva empresa capitalina--, a este hierro le ha costado un mundo vender un pitón para la México. La rumorología habla de que si tres de sus toros iluminaron con su hermosa presencia la noche del 5 de febrero, se debió a que la administración de Castella había rechazado lo más impresentable del destartalado hato de Barralva reservado para la ocasión, y no quedaba otra salida que remendar con los de La Joya el sexteto original. “Apostador”, precioso colorado melocotón, rebarbo y ojo de perdiz, fue saludado con una ovación y dolió de veras ver cómo se quebraba la manita derecha al apalancarla en el estribo como inesperado remate a su centelleante salida del toril. Que era un toro bravísimo lo demostraría, dolorosamente, al responder con un afán conmovedor a cada cite que le hicieron, incluido el que lo devolvió al túnel de toriles. Más tarde aparecía como 6º “Jugador”, un castaño claro, colicorto y calcetero trasero, algo incierto de salida, que se vino arriba en banderillas –muy bien con los garapullos Héctor García—pero duró poco en la muleta de Saldívar, cuya voluntad de hierro se impuso al aplomado burel hasta arrancarle la oreja.
Por suerte, El Payo, anulado por sus dos boyancones de la divisa titular, decidió obsequiar otro de La Joya. Y “Desafío”, un hermoso albahío, revelaría enseguida la pureza de su sangre y la boyantía de su estilo, con un pitón derecho por el que acudía arando la arena con el belfo y volviéndose sobre el engaño sin dejar de humillar, el resorte de la bravura a toda tensión. Para aprovechar semejante perla, Octavio tuvo que echar mano de todo su saber y todo su valor, pues se trataba del clásico toro que embiste sin tirar una cornada pero no perdona un titubeo. Quizá lo mató algo crudo, pero la oreja era de ley. En cambio, el arrastre lento ordenado por Morales se antojó corto para los méritos del albahío escrupulosamente criado por Pepito González, un ganadero de los de antes.
Doble apoteosis. Ante raquítica entrada se dio la corrida número 17. Tres de Xajay y tres de Jaral de Peñas y, antes, un Vistahermosa pegajoso y calamochero que puso repetidamente en jaque a Rodrigo Santos, incapaz de encontrar el mínimo resquicio para el lucimiento pese a su afanoso batallar. El semisastado zarandeó repetidamente a sus equinos ante el enfado del respetable.
Los de Jaral, impecables de presentación, se mantuvieron en la medianía, prematuramente apagada la nobleza del primero y demasiado soso el segundo. Ambos obedecían bien a los engaños, pero sin aire ni profundidad en las embestidas. Sí conservó fuerza “Bogotano”, el 3º, aunque aprovechaba la mínima rendija de luz entre la muleta y el cuerpo de Sergio Flores para colarse y buscar al torero. Pero la faena del tlaxcalteca tuvo emoción, y el público celebró la forma en que impuso su disposición y entrega a la viveza del animal, que, vencido, terminó por rajarse. Sergio se siguió arrimando, lo estoqueo a toma y daca y le cortó la oreja.
Todo eso, que ya era bastante, quedó en nada frente a lo que vendría después. Como está dicho, “Gibraltar”, el número 83 de Xajay, un cárdeno listón y caribello, muy bien puesto y con 500 kilos, ha sido –si se exceptúa el pero del puycito simulado-- un toro de bandera. Fue siempre a más durante la larga faena de Sergio, que lo había saludado con verónicas buenas y se lo pasó muy cerca en el quite por chicuelinas y cordobinas combinadas.
Tras el brindis, citó desde los medios y no acababa de hacerlo cuando ya “Gibraltar” galopaba hacia la enhiesta figura grana y oro con emotividad y alegría para tomar el péndulo y la vitolina como una exhalación. Era apenas la primera muestra de la continuidad y clase de sus embestidas, que como si fuesen una sola se ligaban al son de la muleta templada y recia del torero de Tlaxcala, que citando desde largo siempre –y encontrando una respuesta invariablemente pronta y crecientemente ahondada del astado queretano--, fue construyendo un faenón consagratorio, a base de muletazos largos y templados por ambos pitones –mejores aun los naturales--, coronadas sus tandas con remates de sobria y rotunda belleza.
El grito de to-re-ro, to-re-ro resonaba mucho antes de que Ruiz Torres concediera el indulto, homenaje implantado para toros así de bravos y acometedores, no para bobitos de entra y sal. Tan no lo era “Gibraltar” que, en el desenfadado muleteo posterior al perdón, apretó de más y casi empitona a Sergio que, por supuesto, fue izado en hombros al lado del ganadero Sordo Bringas en un clima de apoteosis.
Imperturbable, Fermín Rivera confirmó todo lo bueno y clásico de su toreo con el cornivuelto “Agave Azul”, de Jaral de Peñas, un toro noble que duró poco y al que muleteó por nota, sobresaliendo su templado toreo con la zurda. Y el estoconazo mortal, pasaporte para una justa oreja a la que bien pudo agregarse la del 4º, un Xajay rajado y probón, tan bien entendido y toreado por el potosino que lo llamaron al tercio después de dos avisos.
Los mismos que escucharía Talavante para subrayar su derrota ante “Ojo Alegre”, hueso ciertamente duro al que renunció a torear pretextando un pitonazo en la mano. Si Sergio Flores se encumbró y Fermín Rivera mantuvo su cartel, del extremeño preocupa la indefinición estilística en que ha caído, pues el artista de chispazos geniales que alguna vez conquistó esta plaza ha derivado en un torero tan sobrado de oficio como falto de alma, que en nada recuerda al de 1910-11 en la México y al que en la temporada del 2011 inmortalizara a “Cervato” en Madrid y a “Esparraguero” en Zaragoza.
Colofón. Que no se me olvide consignar la salida al tercio del picador César Morales luego de colocar un buen puyazo. Por primera vez en años, nuestros ingenuos espectadores ovacionaban a un varilarguero no por ahorrarse el castigo sino por aplicarlo toreramente y en su justa medida. Fue al 1º de Garfias del 1 de febrero, tan flojo por lo demás como sus hermanos de vacada, cuyo juego fue el típico de las divisas otrora famosas cuando pierden el rumbo.