Desde el barrio: Evidencias falleras
Martes, 18 Mar 2014
Valencia, España
Paco Aguado | Opinión
La columna de este martes
Cuando se publiquen estas líneas, además de coincidir con la salida de los carteles de San Isidro, apenas quedarán por celebrarse las dos últimas corridas de toros de las Fallas de Valencia. Pero, a aun a falta del remate, la primera feria importante del año ya ha dejado muchos datos para el análisis y para tomarle el pulso al arranque de temporada.
Porque, por encima de las orejas de más o de menos y del eterno espíritu festivo de esta afición levantina, mucho más allá de la corrección política y los dictados del juego de intereses, o de la perniciosa y cobarde complacencia de los sumisos, el abono ha dejado muy variadas y clamorosas evidencias que merece la pena comentar.
Una de ellas, la del juego ganado, es un clásico desde hace muchas décadas en el toreo, igual que el pasajero alarmismo que provoca en la prensa. Y es que la salida del invierno, y más si ha sido tan duro como el que ya se nos va, no es el mejor momento para evaluar el estado de la cabaña brava.
Sin recuperarse todavía de los fríos y de las lluvias, sin rematarse de manera natural y de asimilar las proteínas de los piensos, a los toros les han faltado energías en el que ha sido un tono bajo generalizado. Como casi todos los años.
Pero, aun así, en esta feria acaparada por la sangre Domecq, la media de astados de calidad, no siempre bien desarrollada o aprovechada, ha sido bastante estimable porque todas las tardes ha habido, al menos, dos ejemplares de claro triunfo. Y si apuramos, hasta en la apagada corrida de Adolfo Martín, única excepción cárdena a la regla ganadera del ciclo.
Otra evidencia, y esta sí preocupante, es el bajo nivel al que han estado la mayoría de los toreros que Canorea y Valencia han elegido como base numérica de esa extraña feria de Sevilla que han perpetrado.
Porque Escribano no parece todavía recuperado sicológicamente del gravísimo percance de 2013; El Cid, mantiene, al margen del cantado espejismo de Otoño, la misma actitud inquietante de las últimas temporadas; y Daniel Luque sigue empeñado en darse otra vuelta más a España haciendo los mínimos esfuerzos. Por no hablar, claro, del ya manido destajismo de El Fandi.
Caso aparte es el del mexicano Joselito Adame, cuya imagen no se pareció a la de sus mejores momentos de la temporada pasada ni fue la que se espera de un torero anunciado tres tardes en La Maestranza y que llega precedido de una gran campaña mexicana. Puede ser que esos vertiginosos viajes de ida y vuelta, alternando corridas entre España y México de un día para otro y cambiando tan rápidamente de embestidas y de conceptos, no favorezcan demasiado al toreo y al estado de ánimo del hidrocálido.
Otra evidencia fallera es en la que han dejado a la empresa Pagés dos toreros que se han quedado fuera de los carteles maestrantes, como Jiménez Fortes y Finito de Córdoba. El malagueño, liberado ya de presiones y de ansiedades forzadas, dejó ver su mejor cara, esa forma templada y honda de torear a la verónica y al natural que nos ilusionó de novillero y que de verdad, más allá del valor arrojado, le puede llevar a la cima.
Sevilla se lo va a perder, igual que a un magistral Finito de Córdoba, que acabó metiendo a su endeble lote y al distraído público en las faenas a base de paciencia, de convicción en sí mismo, de temple y de una maravillosa y honda torería. De la más selecta, de la más clásica.
En tiempos de férreos planteamientos, de muletas planas como escudos y mentes rígidas como las de soldados, la ductilidad de las muñecas, del concepto y de los vuelos de la muleta de Finito fueron un bálsamo para la vista y para la afición.
Porque en esta Feria de Fallas ha sido también evidente que ese nuevo tipo de toreo de estricto control, de permanente castigo, que anula la voluntad de los toros y que se quiere imponer y vender como auténtico, sólo sirve para ocultar las carencias estéticas y técnicas de toreros con un valor espartano pero insuficiente para pensar y torear con sutileza.
Varios de los ejemplares que han salido al ruedo valenciano han servido para demostrar que la verdadera bravura, como la de algunos toros de Jandilla, no se somete con una muleta rígida y presentada con el palillo por delante, sino que son los vuelos son los que realmente mandan y conducen, atemperan y reducen hasta la raza más desbordante. Y los que ayudan a dar los espacios y los tiempos necesarios a los muletazos para que el toreo fluya, para impedir que la ligazón se convierta en amontonamiento.
Y también se ha evidenciando que las embestidas de clase, tal que las de varios de los toros de la vapuleada corrida de Zalduendo, piden una respuesta de similar altura, un suave planteamiento, una predisposición al paladeo, un valor más abierto de mente para recrearse despacio con ellas y hacer lucir el toreo en su expresión más bella y menos "marcial", como la del capote-cuna con que Morante meció a uno de Juan Pedro Domecq.
La hondura y la profundidad del toreo nunca se basaron en dejar media muleta permanentemente arrastrada por la arena y en encorvar la figura para alargar de manera antinatural la distancia del muletazo, forzando el cuerpo hasta el límite de la lesión muscular para lograr lo que, de manera flexible y sin crispaciones, se consigue simplemente con la cintura, las muñecas y los flecos del engaño.
El exceso de coraje y de tensión que comporta esta nueva manera de torear no deja de ser un derroche y un sinsentido cuando se hace a un toro con calidad o de verdadera y entregada bravura –no sólo de movilidad aparente y desclasada–, que lo que pide es temple, intensidad e intención de regusto en un torero que, con los dos talones asentados en la arena, acompaña la embestida con el pecho hasta donde da de sí la naturalidad.
Claro que, últimamente, eso es tan caro de ver que muchos no lo saben ver ni cuando lo tienen ante sus ojos, como una clamorosa evidencia.
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