Desde el barrio: Morante de Ronda
Martes, 10 Sep 2013
Madrid, España
Paco Aguado | Opinión
La columna de este martes
Tuvo que ser en Ronda, precisamente, y en la Goyesca más auténtica de los últimos años. La famosa corrida que soñara Antonio Ordóñez volvió a sus esencias para que Morante de la Puebla, sin triunfalismos ni vacías vanidades, enfatizara entre sus arcos bicentenarios la esencia desnuda de la tauromaquia.
Fue en Ronda, sí. En la Ronda "de los toreros machos" que dijo Fernando Villalón, en la del gran Cayetano y su dinastía ordoñista, en la misma plaza en la que hace más de doscientos años Pedro Romero sentara las bases del toreo fundamental que estaba por llegar.
Con las cicatrices frescas y el corazón rehabilitado, volvía Morante a Ronda nueve años después para jugar con la historia del toreo. Y, como dándose un caro capricho, en una pirueta temporal quiso reinterpretar la vieja tesis rondeña desprendiéndose de su antítesis sevillana, aquella que Hillo y Costillares de la que él mismo es heredero. Porque su inmensa memoria histórica del toreo le lleva hasta a entender el mensaje neoclásico de las piedras rondeñas.
De tal manera, José Antonio se condensó a sí mismo guardándose a Sevilla en el bolsillo de la casaca para despejar su toreo de oropeles, alegrías y adornos… Sólo el natural descarnado, la estocada por derecho –cuatro cobró sin puntilla– y, por momentos, la verónica, sevillana de cuna pero también rondeña de dibujo en esa tarde en su capote cargado de semblanzas.
Sevilla fue Ronda por un día, por un par de horas, porque Morante hizo valer el valor sobre todas las cosas, imponer y antologizar el concepto de una escuela opuesta a sus ancestros pero que él supo armonizar a la perfección en el escenario propicio.
Porque, en esencia, le dio valor al valor para, como pensó Pedro Romero, no dar nunca un paso atrás. Para, con arrogante calma, hacer así pasar muy despacio ante las femorales las embestidas inciertas del segundo, las reacias del tercero o las amenazadoras del quinto. Con el valor más desnudo, con esa actitud que consiente, que no duda, que no crispa ni tensa el gesto.
En estos tiempos desnortados, cuando se confunde ventaja con hondura, habilidad con mando y amontonamiento con ligazón, Morante dibujó sobre el estrado rondeño el esquema básico del toreo con la naturalidad de los verdaderamente valientes. Porque si algo le sobra al de la Puebla es un valor descomunal sobre el que sustenta su gran cultura del arte de torear.
Sólo al final de su disertación histórica, tal vez para no hacer de menos a sus sentimientos genéticos, quiso disertar con el sexto sobre la tesis sevillana de la tauromaquia. Evocó a Curro Puya a la verónica, se acordó de Chicuelo cuando le dio aire a su capote, y también de El Gordito sentándose en la silla para quebrar con las cortas. Pero, cuando tocaron a matar, el toro ya no sirvió de ejemplo para una clase de historia de la bravura.
Salía a hombros Morante a las calles de Ronda, mientras la sombra se sumía en las profundidades del tajo. Y miles de personas permanecían aún dentro de la plaza con ganas de seguir admirando, saboreando en silencio la miel pura de una breve pero magistral lección de filosofía del toreo.
Y es que cuando las vanguardias se pierden en sus propias dudas, cuando las nuevas veredas nos llevan a ninguna parte, volver al camino de los clásicos nos ayuda a reencontrarnos con nuestras esencias. Por eso Morante no debe faltar nunca en las redondas bibliotecas del toreo. El Morante de Sevilla o el de Ronda. Un clásico universal.
Noticias Relacionadas
Comparte la noticia