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Desde el barrio: Paco Ojeda, el manantial

Martes, 26 Feb 2013    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
La noticia de la concesión al gran torero Paco Ojeda del I Premio Nacional de Tauromaquia, recién creado por el Ministerio de Cultura, ha sido muy bien recibida en España por profesionales, aficionados y prensa. Aunque hay discrepantes.

Se supone que dicho galardón debe reconocer a una persona e institución que haya destacado en el fomento y la defensa de la Fiesta durante el año anterior. Pero su primer fallo no ha tenido nada que ver con esas bases, sino que ha reconocido la singular, pero influyente, trayectoria artística del torero sanluqueño, lo que está más bien en sintonía con lo que hace desde quince años premia la Medalla de Oro de las Bellas Artes.

De ahí, de ese detalle de interpretación, vienen todas las, pocas, discrepancias y reticencias, y también los berrinches de quienes nunca han querido rendirse a la evidencia de lo que la tauromaquia de Paco Ojeda ha supuesto para el toreo actual.

Porque, aparte de que el premio se llame de una o de otra manera, lo importante es que la decisión del jurado de Cultura abre la puerta, de una puñetera vez, a los que ya eran obligados reconocimientos al torero más determinante de finales del siglo XX.

Ya se que en México no vieron a Ojeda, o que lo vieron mal. Que su tauromaquia quedó distorsionada en varias tardes opacas y que fue condicionada en negativo por ese encaste Saltillo que no se adaptaba a su revolucionaria manera de torear. Ni allá, ni tampoco aquí.

La forma de embestir del toro de Saltillo-Santa Coloma, poco o nada dúctil cuando no es conducida en línea recta, no era la más adecuada para las curvas espirales de una tauromaquia tan ceñida e imprevisible como la que el "tartésico" implantó a mediados de la apasionante década de los ochenta.

Pero, por encima de casos o fracasos puntuales, la ley ojedista se impuso en la tauromaquia moderna con la misma fuerza con que lo hizo la belmontina siete décadas atrás. Hasta el punto de que ha condicionado todas las formas de torear que se han desarrollado después.

La quietud absoluta de plantas, la gallardía con que Ojeda hacía enredarse y entregarse a los toros en torno a su rotunda figura, los nuevos e insospechados trazos de los pases, la invasión absoluta de los terrenos del enemigo, gustaran o no, marcaron huella en la tauromaquia de nuestros días.

Nada tiene que ver con todo eso, pese al incorrecto diagnóstico de algunos analistas, la recia tauromaquia de Dámaso González, que más que de Ojeda fue predecesor, aunque parezca extraño, de las líneas técnicas de Espartaco o Enrique Ponce. Fundamentalmente, para sacar partido, sin exigencias, de toros bajos de raza o de fuerzas.

Además, la "sobredosis" de Dámaso a final de faena, como la calificó Barquerito, esa manera de alardear entre los pitones penduleando la muleta en señal de dominio, no es comparable a esa otra forma de Ojeda que pisar el mismo terreno del toro a escasos segundos de abrir sus trasteos. De imponer su voluntad con un valor descomunal, para ir poco a poco “domando” a un animal que acababa absolutamente entregado. Y siempre intentando mover la muleta por debajo de la pala del pitón, ese nivel que marca diferencias entre los de luces.

Después de él, han sido muchos los toreros que han "versionado" el ojedismo. El Juli y Miguel Ángel Perera, por ejemplo, son absolutos apasionados del toreo del sanluqueño, y lo demuestran cada tarde que se visten de luces, hasta en sus variaciones estéticas. Por no hablar también de Sebastián Castella y otro buen número de coletas que, por asunción natural, han venido a confirmar que hay un antes y un después de Ojeda en la historia del toreo. Que desde su guadianesco reinado de los ochenta las formas de torear han sido distintas a las anteriores.

Y a veces para mal, como en el caso de ese ojedismo liviano que desarrolló Jesulín de Ubrique, capaz de darle la vuelta a la "tortilla", siempre la muleta por alto, al profundo mensaje original. Pero ya dijo en su día el propio Ojeda que no se puede comparar un manantial con un charco. 


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